Page 146 - Tito - El martirio de los judíos
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Tito seguía mandando crucificar a cientos de hombres. Y ordenaba que
                cortaran las manos a quienes perdonaba la vida.

                Ésas eran las reglas en vigor. Y aquello no podía extrañarme, a mí, que
                había leído el relato de la guerra servil de Espartaco, escrito por mi
                antepasado Gayo Fusco Salinator, a mí que recordaba las seis mil
                cruces levantadas a lo largo de la vía Apia, desde Capua hasta Roma.

                Los soldados de las legiones aplicaban con crueldad la ley romana. Pero
                a su alrededor, como carroñeros, como chacales, los auxiliares árabes y
                sirios, los mercenarios procedentes de todas las provincias vecinas de
                Judea mataban, torturaban con avidez y placer, encarnizándose con el
                sufrimiento de sus víctimas.


                Habían pillado a un judío arrodillado rebuscando entre sus excrementos
                y retirando monedas de oro.


                De inmediato corrió el rumor entre los mercenarios, los auxiliares, los
                legionarios. Se aseguraba que los judíos se tragaban monedas de oro
                antes de salir de la ciudad, de menor valor y más abundantes que los
                granos de cebada o de trigo. Esperaban recuperarlas de su mierda si
                conseguían librarse de nuestros soldados una vez fuera de la ciudad.


                Desde aquel momento, ¡pobre del judío al que los chacales acecharan a
                pocos pasos de la muralla, en el borde de los barrancos!


                Destriparon a dos mil en una sola noche.


                Vi a Tito acongojado, avergonzado. Lo vi titubear ante la idea de
                ordenar que rodearan a las tropas auxiliares y a los mercenarios, y que
                los diezmaran a lanzazos.


                Pero necesitaba a aquellos hombres.

                Convocó a todos los oficiales, incluidos los de las legiones, pues también
                habían pillado a romanos rebuscando entre las tripas de los judíos.


                —¡Qué vergüenza para vuestras armas! —gritó—. No las hicieron para
                destripar cuerpos y rebuscar en ellos oro mancillado. Las hicieron para
                la gloria. Los romanos no son unos carroñeros. Combaten sin odio. ¡No
                por el botín, sino por la victoria y el poder de Roma!


                Dijo que no quería que árabes y sirios dieran libre curso a su pasión, a
                su crueldad de asesinos y a su odio a los judíos.


                —Que se les aplique una muerte tan cruel como la que hayan infligido —
                amenazó.


                ¿Pero quién puede contener el brazo del asesino en un campo de
                batalla?




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