Page 147 - Tito - El martirio de los judíos
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Cada mañana volvían a aparecer judíos destripados. Los soldados los
habían acechado y degollado, para hundir las manos en sus entrañas,
sin éxito las más de las veces.
Eran sólo unos cuantos cadáveres entre varias decenas de miles
(seiscientos mil, aseguraba Flavio Josefo, que había interrogado a
fugitivos y llevado a cabo esa fúnebre contabilidad), muy pocos de los
cuales tendrían una sepultura digna de un ser humano.
Mientras miraba a mi alrededor esas colinas peladas en las que toda
vegetación había quedado destruida, pensé que habíamos convertido el
paisaje en torno a Jerusalén en un gran osario.
Lo crucé caminando al lado de Flavio Josefo.
Lloraba al recordar la belleza del lugar, los árboles y las flores, las
aldeas donde jugaban los niños, el traqueteo de las carretas por los
senderos, los cantos y las oraciones.
Luego se detuvo y se dio la vuelta para contemplar Jerusalén.
El rostro se le animó, el dolor y la desesperanza se fueron difuminando.
—Nada puede matarnos —susurró—. Somos el pueblo de la vida eterna
porque somos el pueblo elegido por Dios.
Noté lo orgulloso que estaba de ser judío, y lo animado por la voluntad
de apoyar a su dios, a su pueblo, a su fe.
Condenaba la locura sacrilega que había llevado a esos «bandidos» a
desafiar a Roma, el Imperio elegido por Dios.
Los traidores eran esos zelotes, esos sicarios, ellos y no él, a pesar de
que llevara el patronímico del emperador de Roma, Flavio Vespasiano.
Esos «bandidos», cuya maléfica obra iba a llevar a la destrucción de
Jerusalén y posiblemente también a la del Templo, serían castigados,
exterminados.
Pero, y de eso Flavio Josefo estaba seguro, el pueblo judío de Jerusalén
renacería con su divino esplendor.
—En Judea —añadió— la hierba siempre vuelve a crecer entre las
piedras.
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