Page 145 - Tito - El martirio de los judíos
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EN aquellos días, bajo el implacable sol del verano de Judea, al borde de
los barrancos del Cedrón y del Gehena, supe que el hombre es el más
cruel de los seres vivos.
Escuché el relato de los desertores que huían, cada vez más numerosos,
de una ciudad donde los cadáveres de los muertos de hambre yacían
amontonados en las callejas, en las terrazas de las casas. Los
«bandidos» les robaban sus joyas, sus collares, su ropa, y a menudo
pinchaban y cortaban con sus cuchillos esos cuerpos, algunos de los
cuales se seguían estremeciendo.
Ya no se les sepultaba. Llenaban con ellos casas que luego cerraban a
cal y canto, pero el olor a podrido se expandía y adhería a las paredes.
Lo respiré en el borde de los barrancos, donde seguían tirando la
mayoría de los cadáveres y el pus fluía de los cuerpos cubiertos de
moscas.
Acompañé a Tito mientras caminaba sobre la muralla que había
mandado levantar, a lo largo de dichos barrancos, en tres días para
encerrar la ciudad, impedir a los judíos, tanto a quienes querían
rendirse como a quienes querían atacar, alcanzar las posiciones
romanas.
Tito se detenía, se agachaba, miraba los montones de muertos, luego se
volvía hacia Flavio Josefo y tendía las manos al cielo.
A él, Tito, que estaba al mando de ochenta mil hombres, que tenía
derecho de vida y de muerte sobre todos ellos, a él, hijo del emperador
Vespasiano, lo oí lamentarse y gemir:
—Dios es testigo de que no he querido esto. Sabes lo que yo deseaba
para Jerusalén y para tu pueblo, Josefo, ¿pero por qué no han escuchado
lo que tú y yo les decíamos? ¿Por qué?
—Dios está castigando a mi pueblo, Tito —suspiró Flavio Josefo—. El
sufrimiento que nos inflige nos purificará, nos acercará a él. A esos
perros que despedazan al pueblo los vas a vencer, Tito, aunque sea
reducidos a cadáveres. Eres la mano elegida por Dios para infligir el
castigo. Pero mídelo bien, Tito, sé justo.
¿Quién puede serlo en la guerra?
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