Page 152 - Tito - El martirio de los judíos
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—¡Os lo pide un compatriota, un judío que os jura que las promesas de
Tito serán respetadas! Podréis salir de la ciudad, pelear si seguís
empeñados, pero el Templo se salvará.
—La ciudad pertenece a Dios —replicó una voz, puede que la de Juan de
Gischala—. ¡El Templo nunca será tomado ni destruido! Y si lo es, Dios
hará que el universo entero sea nuestro templo.
—La ciudad y el Templo están llenos de cadáveres —murmuró Flavio
Josefo—. Y los profetas dijeron que Jerusalén quedaría destruida cuando
unos judíos empezaran a matar a otros judíos. Ya ha ocurrido. Dios ha
sido paciente, pero ahora va a permitir que los romanos purifiquen el
Templo mediante el fuego, y arrasen esta ciudad tan mancillada. Sereno,
Dios camina junto a los romanos.
Miré hacia las torres de la fortaleza Antonia, hacia los muros del
Templo y los del palacio de Herodes, también flanqueados por torres. Vi,
desde la rampa levantada por los soldados, las terrazas de las casas de
la ciudad alta.
Allí seguían amontonándose decenas de miles de habitantes junto con
los cadáveres, raspando el suelo en busca de un grano, un desperdicio
olvidados.
Precisamente aquel día, el 17 del mes de agosto, un sacerdote que había
conseguido huir de la ciudad se derrumbó ante Josefo y le contó cómo
una mujer llamada María había matado a su hijo con sus propias manos
y lo había asado. Ya se había comido la mitad cuando, atraídos por el
criminal aroma, los bandidos amenazaron con matarla si no les
revelaba dónde guardaba su comida, y ella les enseñó los restos del niño
gritando: «¡Yo he hecho esto! ¡Comed, porque yo también he comido con
ansia! ¡No seáis más débiles que un mujer, ni más compasivos que una
madre!».
El sacerdote se tumbó boca abajo con los brazos en cruz. Sollozaba.
Flavio Josefo lo levantó y abrazó con fuerza, compartiendo su
desesperanza.
Unos soldados se acercaron y oyeron el relato del sacerdote. Algunos
compadecían a los judíos por sus padecimientos, pero la mayoría
expresaron su odio y su deseo de enterrar bajo los escombros de su
ciudad a ese pueblo que devoraba a sus propios hijos.
Pensé en Leda, en esas sucesivas victorias, en la guerra generadora de
tanta locura y de tanto odio.
Recé a Cristo, el dios que había padecido en la cruz como el más
humilde de los hombres.
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