Page 151 - Tito - El martirio de los judíos
P. 151

—César, te ofrezco con alegría mi persona y trepo el primero por la
                muralla. Ojalá la Fortuna acompañe mi fuerza y mi voluntad. No
                obstante, si el destino no ve con buenos ojos mi empresa, que sepas que
                no me sorprenderá mi fracaso y que habré elegido deliberadamente
                morir por ti.


                Una decena de hombres se agruparon alrededor de Plácido y se
                internaron en la brecha con las armas en ristre.


                Pude ver a Plácido asaltando el muro, repeliendo a los judíos. Las
                flechas que lo apuntaban se deslizaban sobre su escudo. Luego tropezó y
                una jauría se abalanzó sobre él aullando su victoria.


                Hubo que esperar dos días más hasta que una veintena de nuestros
                soldados consiguieran, por sorpresa y de noche, matar a los centinelas
                judíos agotados por los combates.


                Oí sonar las trompetas que anunciaban que el muro, ese último recinto,
                había sido tomado y que ya se podía atacar la fortaleza Antonia,
                destruirla y llegar así hasta el Templo.

                Ya nada podía impedir a nuestras legiones conquistar y destruir
                Jerusalén.


                Ni las luchas que se iban a entablar ni las masacres postreras podrían
                cambiar en nada la suerte de la ciudad.


                Acompañé a Flavio Josefo hasta el pie de la fortaleza Antonia. Tito le
                había pedido que exhortara por última vez a Juan de Gischala, a Simón
                Bar Gioras y a Eleazar a detener la lucha, o, si querían proseguirla, a
                que salieran de la ciudad con sus armas y sus hombres y se enfrentaran
                a las legiones romanas fuera de Jerusalén para proteger el Templo y que
                así se salvara la población refugiada en la ciudad alta.

                Era el decimoséptimo día del mes de agosto, día del Sacrificio Perpetuo,
                en que los sacerdotes degüellan corderos en el Templo para honrar a
                Dios. ¿Pero dónde estaban los corderos?


                Flavio Josefo se acercó todo lo que pudo a las torres.

                —Os suplico, a vosotros que habéis elegido la vía funesta de la guerra,
                que escuchéis y aceptéis las propuestas de Tito. Las llamas ya están
                lamiendo los muros del Templo. Hay que salvarlo. Tenemos que reiniciar
                los sacrificios expiatorios que debemos a Dios…


                Los judíos profirieron insultos, lanzaron flechas y piedras.


                Josefo agachó la cabeza. Lloraba. Gemía.







                                                                                                   151/221
   146   147   148   149   150   151   152   153   154   155   156