Page 161 - Tito - El martirio de los judíos
P. 161
Sentí el estremecimiento de los soldados que se hallaban a mi lado.
—¿Qué os ha cegado? ¿Qué os ha hecho confiar así? ¿Vuestro número
de combatientes? —preguntó Tito—. Una ínfima parte del ejército
romano ha bastado para poneros en jaque. ¿La fidelidad de vuestros
aliados? ¿Acaso alguna nación, algún pueblo preferiría a los judíos en
contra de Roma? ¿Vuestra fortaleza física? Los germanos son nuestros
esclavos, ¿y qué sois a su lado? ¿La solidez de vuestras murallas? ¡No
han resistido a nuestras máquinas de asedio! De hecho, judíos, os habéis
rebelado contra los romanos por lo bondadosos que somos. ¡Os hemos
permitido que ocupéis esta tierra, hemos dispuesto que os gobiernen
reyes de vuestra raza! ¡Habéis rechazado nuestras ofertas de paz!
¡Habéis querido matar a los judíos juiciosos que están de mi parte!
Habéis rechazado a vuestro rey Agripa, a vuestra reina Berenice. Yo he
querido proteger vuestro Santuario. ¡Mirad ahora a vuestro alrededor!
¡Ya sólo quedan cadáveres de vuestro pueblo! ¡Ruinas de vuestro
Templo! ¡Vuestra ciudad está a mi merced! ¡Vuestras vidas están en mis
manos! Escuchadme. Os hablo por última vez. ¡No quiero ser tan loco
como vosotros! ¡Si deponéis las armas y os entregáis, os perdonaré la
vida como hace un buen amo en su casa: castigando al incorregible y
quedándome con los demás!
Vi cómo zelotes y sicarios empezaban a retroceder, y, apenas
abandonaron el puente, gritaron que querían que se les permitiera salir
con sus mujeres, sus hijos y sus armas. Se retirarían al desierto y él,
Tito, se adueñaría de la ciudad.
El rostro de éste se contrajo. Los judíos estaban atrapados y hablaban
como hombres libres, poniendo sus condiciones.
—¡No perdonaré a nadie! —gritó Tito—. Aplicaré las leyes de la guerra.
Los soldados rugieron.
En la otra orilla, la turba retrocedió y salió corriendo por las callejas
hasta desaparecer en las casas.
—¡Matad, incendiad, saquead! —vociferó entonces Tito.
Y los soldados se abalanzaron hacia el puente.
Entré con ellos en la ciudad alta, que ya estaba siendo devorada por las
llamas.
Luchaban. Mataban. Pateaban los cadáveres. Al cabo de pocas horas,
zelotes y sicarios abandonaron las torres desde las cuales podrían haber
seguido resistiendo.
Se arrojaban contra los soldados con las manos vacías para que la
muerte llegase antes. Desaparecían en el interior de las casas, donde los
161/221