Page 163 - Tito - El martirio de los judíos
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—Los dioses están con nosotros en esta guerra —dijo—. Las manos de
                nuestros soldados y nuestras máquinas de asedio, nuestros arietes no
                habrían bastado para mover estas murallas, estas torres. Han sido los
                dioses quienes las han derribado.


                —¡Sé generoso, Tito! —repitió Flavio Josefo—. ¡Tus dioses pueden
                permitirse serlo!

                Le señaló a los supervivientes postrados entre los escombros, esperando
                que fuesen a matarlos.


                Observé en los soldados gestos de hastío, cansados ya de matar
                hombres como matan los carniceros a los animales.


                —Matad a la gente armada que se resista —decretó Tito.

                Recé para que Leda ben Zacarías formase parte de ese montón de
                presos cuya vida había sido perdonada y a quienes estaban reuniendo
                en el patio del Templo.


                Allí, los soldados separaban a los débiles, a los ancianos, a niños y
                jóvenes vigorosos que se podrían vender como esclavos o reservar como
                presas para las fieras o como gladiadores en la arena.


                Asistí a esa cruel selección entre quienes iban a morir de inmediato y
                quienes estaban abocados a la esclavitud o a una muerte aplazada,
                hasta el triunfo de Tito o los juegos en los anfiteatros.


                Pedí al centurión que mandaba la guardia que me dejara mirar de cerca
                a los prisioneros jóvenes.

                Habían apartado y agrupado a las mujeres, y los soldados las
                acechaban, sacando alguna que otra del grupo y llevándosela entre las
                ruinas.

                A menudo regresaban solos, tras haber destripado a la mujer a la que
                habían mancillado.


                Recé para que Leda ben Zacarías no hubiese tenido semejante destino.

                Deseé que sólo el hambre la hubiese matado.


                Temía, a la vez que esperaba, que estuviese viva.


                Me detuve pues ante cada una de las cautivas. No tuve más remedio que
                obligarlas, agarrándolas por el pelo, a levantar la cabeza y a enseñarme
                su rostro.


                Fue el 28 del mes de septiembre.





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