Page 27 - Aldous Huxley
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                  -Dejando aparte un poco de autoerotismo subrepticio y la homosexualidad, nada estaba
                  permitido.

                  -¿Nada?


                  -En la mayoría de los casos, hasta que tenían más de veinte años.

                  -¿Veinte años? -repitieron, como un eco, los estudiantes, en un coro de incredulidad.

                  -Veinte -repitió a su vez el director-. Ya les dije que les parecería increíble.


                  -Pero, ¿qué pasaba? -preguntaron los muchachos-. ¿Cuáles eran los resultados?


                  -Los resultados eran terribles.

                  Una voz grave y resonante había intervenido inesperadamente en la conversación.

                  Todos se volvieron. A la vera del pequeño grupo se hallaba un desconocido, un hombre
                  de estatura media y cabellos negros, nariz ganchuda, labios rojos y regordetes, y ojos
                  oscuros, que parecían taladrar.

                  -Terribles -repitió.


                  En aquel momento, el D.I.C. se hallaba sentado en uno de los bancos de acero y caucho
                  convenientemente esparcidos por todo el jardín; pero a la vista del desconocido saltó
                  sobre sus pies y corrió a su encuentro, con las manos abiertas, sonriendo con todos sus
                  dientes, efusivo.


                  -¡Interventor!  ¡Qué inesperado placer! Muchachos, ¿en qué piensan ustedes? Les
                  presento al interventor; es Su Fordería Mustafá Mond.


                  En las cuatro mil salas del Centro, los cuatro mil relojes  eléctricos  dieron
                  simultáneamente las cuatro. Voces etéreas sonaban por los altavoces:


                  -Cesa el primer turno del día... Empieza el segundo turno del día... Cesa el primer turno
                  del día...

                  En el ascensor, camino de los vestuarios, Henry Foster  y  el  Director  Ayudante  de
                  Predestinación  daban la espalda intencionadamente a Bernard Marx, de la Oficina
                  Psicológica, procurando evitar toda relación con aquel hombre de mala fama.


                  En el Almacén de Embriones, el débil zumbido y  chirrido  de  las  máquinas  todavía
                  estremecía el aire escarlata. Los turnos podían sucederse; una cara roja, luposa, podía
                  ceder el lugar a otra; mayestáticamente y para siempre, los trenes seguían reptando con
                  su carga de futuros hombres y mujeres.


                  Lenina Crowne se dirigió hacia la puerta.

                  ¡Su Fordería Mustafá Mond! A los estudiantes casi se les salían los ojos de la cabeza.
                  ¡Mustafá Mond! ¡El Interventor Residente de la Europa Occidental! ¡Uno de los Diez
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