Page 29 - Aldous Huxley
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                  -Basta que intenten comprenderlo -dijo, y su voz provocó un extraño escalofrío en los
                  diafragmas de sus oyentes-. Intenten comprender el efecto que producía tener una madre
                  vivípara.


                  De  nuevo  aquella  palabra obscena. Pero esta vez a ninguno se le ocurrió siquiera la
                  posibilidad de sonreír.

                  -Intenten imaginar lo que significaba vivir con la propia familia.

                  Lo intentaron; pero, evidentemente, sin éxito. -¿Y saben ustedes lo que era un hogar?
                  Todos movieron negativamente la cabeza.


                  Emergieron de su sótano oscuro y escarlata, Lenina Crowne subió diecisiete  pisos,
                  torció a la derecha al salir del ascensor, avanzó por un largo pasillo y, abriendo la puerta
                  del Vestuario Femenino, se zambulló en un caos ensordecedor de brazos, senos y ropa
                  interior.  Torrentes de agua caliente caían en un centenar de bañeras o salían
                  borboteando de ellas por los desagües. Zumbando y silbando, ochenta máquinas para
                  masaje  -que  funcionaban  a  base de vacío y vibración- amasaban simultáneamente la
                  carne firme y tostada por el sol de ochenta soberbios  ejemplares  femeninos  que
                  hablaban todos a voz en grito. Una máquina de Música Sintética susurraba un solo de
                  supercorneta.

                  -Hola, Fanny -dijo Lenina a la muchacha que tenía el perchero y el armario junto al
                  suyo.

                  Fanny trabajaba en la Sala de Envasado y se llamaba también Crowne de apellido. Pero
                  como entre los dos mil millones de habitantes del planeta debían repartiese sólo diez mil
                  hombres, esta coincidencia nada tenía de sorprendente.

                  Lenina tiró de sus cremalleras -hacia abajo la de la chaqueta, hacia abajo, con ambas
                  manos, las dos cremalleras de los pantalones, y  hacia  abajo  también  para  la  ropa
                  interior-, y, sin más que las medias y los zapatos, se dirigió hacia el baño.


                  Hogar, hogar... Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una  mujer
                  periódicamente embarazada, y una turbamulta de niños y niñas de todas las edades. Sin
                  aire, sin espacio; una prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores.

                  (La evocación que el Interventor hizo del hogar fue tan  vívida  que  uno  de  los
                  muchachos, más sensible que los demás, palideció ante la mera descripción del mismo y
                  estuvo a punto de marearse.)


                  Lenina salió del baño, se secó con la toalla, cogió un largo tubo flexible incrustado en la
                  pared, apuntó con él a su pecho, como si se dispusiera a suicidarse, y oprimió el gatillo.
                  Una oleada de aire caliente la cubrió de finísimos polvos  de  talco.  Ocho  diferentes
                  perfumes  y  agua  de Colonia se hallaban a su disposición con sólo maniobrar los
                  pequeños grifos situados en el borde del lavabo. Lenina abrió el tercero de la izquierda,
                  se perfumó con esencia de Chipre, y, llevando en la mano los zapatos y las medias, salió
                  a ver si estaba libre alguno de los aparatos de masaje.
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