Page 25 - LIBRO ERNESTO
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personalidades más importantes del deporte nacional en todas sus
               disciplinas. Fabricamos la nota en varios ambientes. Arrancamos en su
               quinta de Yaruquí, el bunker en el que resposan los testimonios de sus
               horas de triunfo y luego paramos las cámaras en la cancha del estadio
               Atahualpa, que fue el silencioso testigo de sus goles memorables.


               Se le prendió la mirada, cuando paseamos por el gramado y nos fue con-
               tando con lujo de detalles, marcando la ubicación en las áreas, como
               habían sido las jugadas y la forma como le pegó a la pelota para que re-
               pose en la red. Olía a nostalgia. Volví a vivir el golazo a Errea, arquero
               de la selección argentina que se produjo en el arco norte del Atahualpa.
               Y también el cabezazo infernal que doblegó a Maidana de Peñarol, que
               lo grité extasiado en 1963, en las gradas de preferencia, debajo del viejo
               marcador, abrazado a mi abuelo José Molina, que gozaba como un niño
               con las travesuras del ‘Trompudo’. Así lo llamaba mi abuelo, un futbolero
               de ‘hueso colorado’ que lo tenía como uno de sus ídolos, junto a Gonzalo
               Pozo y César Garnica, los dos baluartes de su amado Aucas.

               Con Ernesto siempre mantuve una relación respetuosa, pero él rompió el
               cerco de la barrera generacional que nos separa, brindándome confianza
               y amistad. Choqué con él una sola vez en mi vida. Fue en 1983, tras una
               excursión con malos resultados en la Copa Libertadores en Venezuela.
               Hubo un escándalo nocturno en el que nada tuvo que ver, tras una gresca
               entre dos jugadores en el hotel y se abrió la brecha de polémica con des-
               calificaciones mutuas.

               Él defendiendo, como siempre, a capa y espada a sus jugadores y yo
               montado en la efervescencia analítica de mis primeros años en el
               periodismo. Su mesura me llamó a la reflexión. Estaba joven y dividía
               el ejercicio del periodismo con los estudios de Ingeniería Civil en las
               aulas de la Universidad Católica, donde tuve el placer de ser compañero
               de Aníbal, uno de sus hijos.


               Me invitó a dialogar en su casa de Las Acacias. No puedo negar que fui
               con recelo. Fui acompañado de Hugo Landeta y Edgar Alvarez Mejía,
               dos amigos que fueron de escuderos y testigos. Encontré a un hombre



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