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RASSINIER : La mentira de Ulises



                             Y no son sólo los alemanes los que están cansados: lo está el mundo entero. Incluso
                       está irritado, pues sabe que eso no es verdad, y, cada vez que encuentra esta cifra en su
                       periódico habitual, la reacción del mundo entero es automáticamente: «Estos judíos, siempre
                       igual...», subrayado por la sonrisa de menosprecio o de indignación que es de rigor.
                             Es así como en el año de gracia de 1960, nace el antisemitismo en la opinión pública,
                       y es sabido que desde hace siglos el antisemitismo es una de las peores plagas de la
                       humanidad porque lleva muy fácilmente al racismo. Ahora bien, en tanto que se pretenda
                       hacer admitir a la opinión pública que seis millones de judíos han sido exterminados en las
                       cámaras de gas, no habrá ninguna probabilidad de impedir que periódicamente rompan sobre
                       el mundo oleadas de antisemitismo. Todo sucede pues como si aquellos que se aferran
                       irreductiblemente en estas cifras, y les dan una publicidad tan escandalosa, no tuviesen otro
                       afán que el de provocar o mantener campañas antisemitas. El sentido común impone el
                       denunciarles implacablemente como seres peIigrosos que preparan el camino al racismo.
                             El sentido común se une sin embargo a los imperativos le la moral, cuando se sabe
                       que esta cifra de 6.000.000 de judíos

                       [285] exterminados en las cámaras de gas, ha sido tenida en cuenta en el cálculo del importe
                       de las reparaciones que Alemania ha sido condenada a pagar al Estado de Israel. Entonces, uno
                       puede extrañarse, al menos, de que el gobierno alemán no haya mostrado mayor preocupación
                       en comprobarlo, aunque sólo fuese para quitar un argumento a los agitadores antisemitas.
                             Para concluir, diré solamente que no me hago ninguna ilusión: el viejo socialista que
                       soy, será acusado una vez más de haber tratado de reducir al mínimolos crímenes del nazismo,
                       y, como  discute una afirmación sin base seria de las autoridades judías, será acusado
                       igualmente de antisemitismo, hasta de racismo. Incluso quizá no se deje de añadir que mis
                       escritos sirven a una política condenada para siempre por los principios fundamentales del
                       humanismo tradicional. Ninguno de mis detractores verá nunca que, en la forma misma que
                       se les ha dado, las acusaciones dirigidas contra el nazismo no solamente le hacen el juego a él
                       en la medida en que no corresponden a la verdad, sino que incluso recaen en definitiva sobre
                       el pueblo alemán. Ninguno verá tampoco que, en estas condiciones, lo que yo defiendo es al
                       pueblo alemán y no al nazismo, al cual, por corolario, sólo la verdad pura y simple – ¡esto ya
                       basta, Dios! – puede impedir el renacimiento. Y todos continuarán defendiendo esta infamia,
                       afianzada por la literatura sobre los campos de concentración, que consiste, por ejemplo, en
                       inscribir sobre todos los monumentos erigidos a la memoria de la resistencia en toda Francia,
                       esta odiosa frase: «A las víctimas de la barbarie alemana», en lugar de «A las víctimas de la
                       barbarie nazi», o de la que sería la única razonable: «A las víctimas de la barbarie guerrera».
                             Me resignaré a esto: es el destino de los que buscan la verdad el resultar sospechosos
                       de segundas intenciones, y siempre habrá por lo menos un necio para pedir al Papa la condena
                       de Galileo.
                             Por otra parte, siempre me será fácil responder que esta política condenada
                       efectivamente por los principios fundamentales del humanismo tradicional, hoy sólo
                       encuentra razones para renacer y prosperar en las exageraciones a ultranza de demasiada gente
                       cuyo único móvil es el resentimiento o la venganza, y cuya política, en consecuencia, no es
                       mucho mejor.
                             Tras lo cual, me bastará con mencionar a Sócrates, que nunca se preocupó de saber si
                       su filosofía servía o no a la política de los Treinta Tiranos.
























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