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“Sabe que le conocí al ‘10 de brillos’. Tuve la oportunidad de jugar,
               tanto con él, como contra su equipo. Se merecía sobrenombre porque
               era de una técnica exquisita para el saque. Comencé a jugar a los diez
               años, pasaba todo el fin de semana practicándolo con mis amigos, cosa
               que a mi madre no le gustaba; entonces, para tenerme cerca y vigilarme,
               hizo construir una cancha cerca a nuestra casa para verme, porque no
               quería que conozca los malos vicios de la época, que siguen existiendo”.
               Siguió: “Es que eso de los vicios depende de la voluntad del individuo.
               Sabe que sí aprendí a fumar y a tomar, pero no se me pegaron como a
               otros. Al que sí me he dedicado es a la pelea de gallos, una gran pasión
               desarrollada después del vóley. Gracias a estas dos ocupaciones conocí
               muchos lugares durante mi juventud, hasta que mi esposa se cansó y me
               dio un ultimátum”.
                  Paró un momento, tomó fuerza y continuó: “Tenía buenos gallos de
               pelea, casi he ganado todos los premios, aunque en algunas cosas no
               tenía contrincante que me hiciera frente, y como es lógico comenzaron
               los rumores de que yo utilizaba técnicas poco convencionales para ganar,
               como usar manteca de gavilán. Doctor: ¿A Usted le gustan las peleas de
               gallos?” Le contesté que poco y nada, en relación con lo que me contaba,
               pero que había escuchado la frase “Palabra de gallero, palabra de caba-
               llero”, entonces le pregunté si esa frase es verdad. Me contestó así: “En
               la viña del señor hay de todo”.
                  Sonreímos. Me consultó sobre si recibiría el alta en los próximos días,
               puesto que había escuchado a los colegas conversar sobre su notable me-
               joría, a lo que asentí con la cabeza. El brillo de sus ojos iluminó el lugar,
               junto al eco de la alegría y esperanza de saber que unas horas estaría en su
               hogar. “Quiero comer un delicioso caldo de gallina criolla, pasear por
               las chacras, estar en mi lugar”, remató.
                  Momento de pasar con Doña Rosa. “¿Cómo se encuentra?”, empecé.
                  “Por el momento bien. Poco a poco voy superando la falta de oxí-
               geno” Había estado atenta a toda la conversación así que no perdió un
               segundo para cambiar de tema:

                  “Yo también cocino tengo un restaurante llamado Costa-Sierra y el
               slogan dice que ‘el que no cae en este lugar, resbala’ pero eso fue idea de
               mi hija, la última, la única que agarró el gusto por cocinar y al ajetreo
               del local. Vive lejos, está a nueve horas de viaje, pero cuando viene a vi-
               sitarme me ayuda muchísimo con la atención” exclamó. Al igual que con
               sus antecesores, le otorgué el espacio para que siga hablando:
                  “Sabe, soy especialista en carne asada, lo que aprendí de mi abuelita
               porque ella también tenía un restaurante. Vendía cecina, sí ha de haber
               probado, muy típico al sur del país. ¿Doctor a Usted le gusta cocinar?”
               “Sí, un poco, tengo un plato que mi familia dice que es el ‘mejorcito de

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