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tamente”. Es decir, si siempre la velocidad ha sido fundamental, en aquel
            momento lo era mucho más.

               Después pasamos al fondo del pasillo, a una sala amplia, con camas
            seguidas una a lado de otra, sin separaciones, en donde la mayoría de
            los pacientes permanecían sedados, asistidos por diferentes equipos de
            soporte respiratorio. Esta era la llamada “Área de cuidados intermedios”.
            Estaban también algunas “Salas de choque”, donde permanecían los pa-
            cientes intubados y conectados a un ventilador mecánico. No entramos
            allí, dada la restricción correspondiente.
               En el primer día de guardia no sabía cómo sentirme. Me alegraba
            ayudar en la pandemia, pero sentía miedo; y, más que al contagio, a no
            saber cómo actuar ante esta nueva enfermedad, dada la inexistencia de
            un tratamiento definitivo. Todo esfuerzo era experimental. Recibido el
            turno, entramos al área Covid, la misma que estaba repleta, así que todos
            se movían rápidamente. Sin embargo, hubo una camilla que pasó lenta-
            mente por mi lado, con alguien envuelto en una manta azul. Me pregunté,
            cuántos fallecidos habría cada día y si hubiera alguna posibilidad de no
            ver salir uno más así, durante la jornada.
               Fui asignada al box de llegada, equipo conformado por cuatro mé-
            dicos, yo incluida. Cada paciente que asistía era valorado, estabilizado y
            asignado a un área de hospitalización. Atendí muchos en aquella jornada,
            incontables, pero hubo casos que quedaron en mi memoria. El primero
            llegó en silla de ruedas, con aspecto cansado, haciendo un gran esfuerzo
            por respirar.

               Me apresuré a su encuentro y mientras colocaba el saturador de oxí-
            geno en uno de sus dedos, le pregunté su nombre y me presenté. Noté que
            le costaba completar una frase sin tener que hacer una pausa.  Le dije que
            estaría pendiente de él y que haría todo lo que esté en mis manos para
            que se sienta mejor. El aparato marcó 74%, entonces inmediatamente le
            pedí al enfermero que le colocara una máscara con oxígeno, suero, medi-
            camentos, entre otros.  Tomé muestras para exámenes de laboratorio, y lo
            llevé a realizar una TAC de tórax.

               En la espera de los resultados, conversamos otra vez. Noté su incon-
            fundible origen lojano por su acento muy característico, y su rostro me
            recordaba a mi familia. Con el oxígeno administrado, su tono de piel
            era diferente a cuando llegó; ahora era clara, sus labios rosados al igual
            que sus mejillas, y sus ojos se iluminaron al topar el tema sobre aquellas
            tierras maravillosas de la frontera sur, que los dos conocíamos y que an-
            siábamos volver a visitar.   La charla se detuvo pues llegaba otra paciente.
               Era una señora adulta joven, estaba con sus brazos entrelazados y mi-
            rada al piso. Le pregunté si tuvo contacto con alguna persona contagiada
            por Covid-19. Respondió, con la voz entrecortada y lágrimas en sus ojos:
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