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Era un artefacto, adaptado en el hospital, que intentaba hacer el tra-
bajo de un ventilador mecánico, ya que todos los que existían estaban
ocupados. Él colaboró sin esfuerzo. Lo dejé allí, esperando que pudiera
descansar algo, al menos físicamente y regresé a mi lugar, para igualarme
con las notas de evolución de los pacientes, los cuales ya eran tantos que
perdí la noción de la silla o camilla en la que se encontraba cada uno. Así
que pasé, de consultorio en consultorio, evaluando otra vez y poniendo
notas en cada computadora que encuentro en el camino.
En uno de ellos, mientras escribo una evolución, una mujer me cuenta
que perdió a su padre una semana atrás y que el funeral fue de manera
digital, al que varios se habían conectado. “A mi padre lo querían mucho
en todos lados”, dijo; “Le gustaba ayudar a los demás, no entiendo cómo
pasó esto”. Intenté responder su inquietud a mi manera; sin embargo,
me interrumpió con su respuesta. Ahí caí en cuenta de su creencia, su
religión y sus dudas. Me hizo reflexionar de que, a pesar de nuestras dife-
rencias, todos somos humanos, sentimos el mismo dolor, y que, en algún
momento, tenemos derecho a dudar y a llorar a nuestros seres queridos.
Después de horas de adrenalina, sentía el cansancio en mi cuerpo. Era
más de media noche y me temblaban las manos, resecas de tanto lavado
y uso de alcohol gel; los ojos se me cerraban y el frío de la madrugada se
hacía presente. Todos los pacientes que se encontraban en la emergencia
estaban con oxígeno, bien sea recibiéndolo desde la única entrada que
cada consultorio tenía; o, vía tanque portátil. Las cantidades variaban,
entre dos y diez litros, dependiendo la gravedad del caso. Qué situación
tan compleja era la administración de tan vital elemento.
En el transcurso de las horas, el oxígeno de uno de ellos se terminó,
y no había tanques llenos disponibles en ese momento. Así que, uno de
aquellos que utilizaba poco donó temporalmente su tanque a la otra per-
sona. La bondad aflora en plenitud, aún en los momentos más difíciles.
Hubo disponible un tanque una hora después de aquello, pero ambos se
mantuvieron estables.
A dos horas de finalizar el turno, pasamos sala por sala observando a
los pacientes. De repente, escuchamos un grito, era la hija de una de ellas.
“¡Ayuda, ayuda!” gritaba con desesperación. Cuando llegamos la señora
expulsaba flema de su boca y los músculos de su tórax se contraían con
fuerza. “La dejé bien, hace poco que la vi”, dijo mi compañera, quien
estaba a cargo de aquella adulta mayor.
Aspiramos sus secreciones y mejoró. “Tuvimos suerte” dijo una li-
cenciada. Agradezco a Dios que en aquella guardia no vi ningún paciente
fallecer, al menos en mi área, porque sabía que no había sucedido lo
mismo en las otras, con casos más complicados. Lo siguiente que re-
cuerdo después de entregar el turno a la guardia entrante, fue conducir
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