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UN DÍA MÁS
Por: Md. María Fernanda Narváez Vásquez
¡Suena el despertador! 6:10 de la mañana marca el reloj y es un nuevo
día de turno en el hospital más grande de la zona sur del país, el mismo
que lo cumpliré en el área de Covid-19. Mi esposo e hijos duermen mien-
tras me arreglo para salir a trabajar. Estoy lista, les doy un beso a cada
uno y emprendo el camino, confiando en que volveré sana y salva.
La ciudad luce muerta, la luz roja de los semáforos se vuelve eterna
ante las calles desiertas, todo desolado. El contraste se lo vive en el hos-
pital, al que las ambulancias entran y salen una tras otra, lleno de gente
pidiendo atención y con la emergencia como estatus de comportamiento.
La agitación se siente al apenas pisar la puerta de entrada, sin tiempo que
perder; por lo tanto, empiezo la rutina colocándome el Equipo de Protec-
ción Personal, con doble pantalón, mascarilla y blusa; junto a bata, za-
patones, gorro, gafas y casco con visor. La nueva “moda” en esta época.
Nos entregan el turno, siempre con gente esperando para ser atendida
u hospitalizada; en otros casos, con personas que lloran la pérdida de sus
familiares ante este invisible y dañino virus. En ese contexto, hay dos
pacientes en los que me enfocaré.
En el primer caso, mujer de 77 años con antecedentes de Diabetes
Mellitus e Hipertensión Arterial, tratadas y controladas. Presentaba satu-
ración de 55%. En la anamnesis le pregunté sobre posible fuente de con-
tagio, contestándome con mirada fija, que reflejaba una mezcla de arre-
pentimiento, decepción, tristeza o todo junto: “Doctorita, no he salido de
mi casa absolutamente toda la cuarentena; no he permitido que nadie me
visite. Pero Usted sabe, hace diez días mis pequeños vinieron a visitarme
por el Día de la Madre. No podía decirles que no. Le juro Doctorita
que es el único día que los he abrazado y nadie estaba enfermo”. Ante
su respuesta, me comuniqué con hospitalización Covid-19 y gestioné su
ingreso, el mismo que se autoriza, entonces le retiramos las joyas y per-
tenencias; la cambiamos de ropa a bata, canalizamos, tomamos muestras
de sangre y llegó el momento del temido hisopado.
Ante sus gritos y quejidos, me imagino cómo deben estar afuera los
familiares, diciéndome de todo o pensando que el maltrato es brutal,
cuando mi único objetivo es hacer lo correcto para comprobar o des-
mentir el diagnóstico. Su mirada me había impactado, lo reconozco. Es
que son momentos críticos, llenos de sentimientos para todos, sabiendo
que el cruzar esa puerta de ingreso puede ser la última vez.
El segundo caso corresponde a un hombre de 34 años, albañil de pro-
fesión, el cual se lleva mi atención puesto que su esposa lo trae “a ras-
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