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De regreso a la historia, en el pasar de los meses se disiparon tanto
el miedo como la incertidumbre inicial, puesto que se publicaron nuevos
descubrimientos sobre esta patología, al tiempo que atender a gente con-
tagiada se volvió práctica cotidiana, que significó mejorar procesos y
tiempo de atención.
Una mañana post turno, en casa, luego de cumplir con el protocolo de
limpieza, me dispuse a comer algo para luego tomar una siesta. En modo
automático me senté a la mesa, tomé el jarro de leche, y el primer bocado
me supo amargo. ¡Me paralicé y el corazón retumbaba en el pecho! Res-
piré, volví a tomar, mismo sabor desagradable. “¡Me contagié!” pensé.
Junto al jarro, estaba servido un plato de pollo el cual ya no me atreví a
probar.
Entonces la paradoja. Por un lado, alivio, pues mi familia estaba lejos,
fuera de peligro. A velocidad vinieron a mi mente todas las videollamadas
con mi madre y hermanos, en las que siempre les comuniqué que estaba
bien, con sus rostros aliviados al escuchar aquello, y las consecuentes
palabras de aliento y muestras de cariño. “Te esperamos en casa” sonaba
fuerte. Por el otro, el pánico de comentarles la noticia buscando las pa-
labras más suaves para decirles; se me rompía el alma en mil pedazos.
“¿Qué hago?” pensaba.
Decidí dejar la comida servida, me acosté a dormir la siesta clamando
que al despertar tenga la fuerza necesaria para enfrentar el momento de
darles aquella noticia. Reincorporada, horas más tarde, fui al comedor
y fijé la mirada en los platos servidos. “No puedo dejar de comer, debo
alimentarme, aunque sepa mal. No me daré por vencida” me repetí va-
rias veces antes de empezar. Con miedo tomé el tenedor para probar un
bocado de pollo. Tenía muy buen sabor. “¿Qué extraño?” pensé. Probé
con el arroz, misma historia. ¡Algo no cuadraba!
Intenté con la leche, amarga. Con el ceño fruncido por la duda, fui en
busca del cartón a revisar la fecha de vencimiento. ¡Caducada! Empecé a
reír a carcajadas, ante tal cómica situación, no podía con tanta felicidad
en el pecho, tenía que celebrarlo. Comí todo lo que pude, disfrutando
cada sabor. ¡Fue la mejor cena en muchos meses, sin duda!
Con el paso del tiempo el año rural llegó a su fin. Aquel último día fue
especial, desde cualquier perspectiva, tanto que al llegar a casa el llanto
incontrolable fue inmediato al estar en el umbral de la puerta de entrada;
lágrimas que resumían todo lo vivido el último año.
Mi llanto era de felicidad pues agradecía haber conocido a todas esas
personas maravillosas que me entregaron tanto cariño y además me hi-
cieron crecer profesionalmente; existía también un matiz de nostalgia
pues recordaba todos los momentos vividos, desde el susto cuando creí
que talvez me había contagiado y desconocía si iba a regresar a casa o no,
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