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                la segunda, por el mismo período, recibió medio sueldo por mes. A partir de

                1961 no recibió salario, ni pensión, ni ayuda económica alguna por parte del
                Estado. Había trabajado mientras Comodoro Rivadavia fue parte de un Territo-
                rio, de una Gobernación y de una Provincia. En algún cajón, con la papelería
                inherente a tanto cambio, habían quedado dormidos los documentos que avala-
                ban su tarea educativa.

                      Durante el primer año de enfermedad fue consciente de la situación en la

                que había quedado junto a Clotilde y a sus hijos. Su abatimiento era mitigado
                por la visita, que se sostuvo durante cierto tiempo, de compañeros de trabajo y
                amigos. Más adelante la compañía fue disminuyendo; está en la condición hu-
                mana el intento de invisibilizar el sufrimiento, si no toca muy de cerca.

                      Monseñor Carlos Mariano Pérez, sacerdote salesiano y primer Obispo
                de Comodoro Rivadavia desde 1957, llegó un día a casa cuando todavía mi
                padre podía hablar. Fue evidente que las con-

                versaciones excedían el plano religioso. La for-
                mación de ambos lo permitía. Acompañó más
                adelante  interpretando  balbuceos  para  final-
                mente compartir momentos del largo silencio.
                También lo hizo su amigo Faustino Peña.

                      El  doctor  Héctor  Marcelino  Núñez  fue

                neurólogo  de  Daniel  durante  el  último  año  y
                medio de enfermedad. En su visita casi diaria,
                buscaba mantenerlo medianamente confortable
                con  la  medicación  de  aquel  tiempo  y  actitud
                contenedora. Siempre nos explicó como serían

                las demoledoras etapas siguientes y nos ayudó
                a enfrentarlas. Humanismo médico.

                      Don  Arturo  Campelo  (padre),  farmacéutico,  inauguró  una  libreta
                grande en la que anotaba cada medicamento que retirábamos de su Farmacia
                Central, y me la entregaba. Él, guardaba copia de la boleta. La cifra se acumuló
                hasta el final, tres años después. Entonces don Arturo comparó ambas sumas,

                cerramos la cuenta, y calculamos cuánto podía enfrentar mensualmente. Sobre
                el final de quinto año había conseguido trabajo. Tardé dos años en pagar mi
                deuda de honor.

                      Clotilde trabajó como cajera en otra farmacia y como vendedora en una
                joyería hasta que decidió dedicarse exclusivamente a la confección de tapaditos
                de alta costura para niños, en casa. Daniel ya no podía estar solo ni un momen-



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