Page 376 - Auge y caída del antiguo Egipto
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tiempo, aquella clase de acciones locales a pequeña escala no habrían requerido
la presencia personal del rey al mando de su ejército. Pero Seti era consciente de
la necesidad de proyectar una renovada imagen del poder regio en el extranjero,
y además tenía la fortuna de que no le faltaba ardor guerrero. Sin embargo, el
mantenimiento de dicha política sumiría más profundamente a Egipto en el
cenagal de la política internacional, con consecuencias trascendentales.
El mapa político de Oriente Próximo había cambiado de manera radical e
irrevocable desde los tranquilos días de finales de la XVIII Dinastía. Bajo los
reinados de Thutmose IV y Amenhotep III, Egipto había alcanzado una paz
duradera con la gran potencia del norte de Mesopotamia, el reino de Mitani, con
la que había afianzado la nueva relación mediante una serie de matrimonios
diplomáticos. Las dos potencias habían respetado sus respectivas esferas de
influencia y habían logrado coexistir amistosamente durante medio siglo. Luego,
a comienzos del reinado de Ajenatón, la llegada al poder de un beligerante y
ambicioso gobernante hitita vino a asestar un golpe mortal a aquel equilibrio tan
cuidadosamente negociado. En una serie de campañas rápidas y devastadoras, el
rey hitita Shubiluliuma abandonó los límites de su ámbito territorial en Anatolia
para conquistar franjas significativas del territorio controlada por Mitani,
llegando incluso a efectuar incursiones en la propia capital del reino. Egipto se
mantuvo leal a su amistad con Mitani, pero por entonces el reino mesopotámico
era prácticamente una sombra de lo que fue. Había entrado en escena una nueva
superpotencia, y había encontrado a Egipto totalmente desprevenido.
La reacción inicial del gobierno faraónico fue la de no involucrarse. Sería un
error nefasto. La combinación de la debilidad de Mitani con las vacilaciones de
Egipto llevó a una serie de antiguos estados vasallos a explotar el vacío de poder
y presionar en favor de una mayor autonomía. El principal de ellos fue Amurru,
una vasta región de Siria central situada entre el río Orontes y el mar
Mediterráneo. El gobernante de Amurru, Abdi-Ashirta, era un trapichero de
mucho cuidado, siempre dispuesto a sacar partido de las rivalidades políticas y
de la inestabilidad social en beneficio de su causa. Sus misivas a la corte egipcia