Page 377 - Auge y caída del antiguo Egipto
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constituyen una parte significativa del archivo de las cartas de Amarna. O bien
los egipcios no tenían ni idea de qué hacer con él, o bien decidieron que la línea
de acción más prudente era aplicar una política de no intervención. Pero este
desinterés no hizo sino alentar a Abdi-Ashirta en sus ambiciones. Parece ser que,
incluso cuando su hijo, Aziru, fue convocado por el faraón para dar cuenta de
sus acciones, no recibió más que una moderada reprimenda. Amurru siguió
escapando al control egipcio.
El poder faraónico, antaño temido y respetado en todo Oriente Próximo,
tampoco tuvo más éxito con el rebelde Estado de Qadesh. Sus gobernantes
habían representado una espina clavada en el costado de Egipto ya desde el
reinado de Thutmose III, y luego, haciendo honor a su tradición, se pasaron al
bando enemigo en cuanto el ejército hitita fue a llamar a sus puertas. La
frustrada misión de Ajenatón para reconquistar Qadesh no hizo sino recalcar la
debilidad egipcia. Un segundo intento contra la misma ciudad durante el reinado
de Tutankamón acabó en un fracaso similar, lo cual alentó a los satisfechos
hititas a consolidar su dominio sobre el norte de Siria. Al ver de dónde soplaba el
viento, Aziru de Amurru se unió a Qadesh en su comprometida alianza con los
nuevos señores hititas de la región. La tentativa de la viuda de Tutankamón de
concertar un matrimonio diplomático con un príncipe hitita a fin de escapar de
las garras de Ay, podría haber traído una paz duradera entre las dos potencias
rivales. Pero, en lugar de ello, la misteriosa muerte del príncipe Zannanza no
hizo sino dar otra excusa más a la expansión hitita, y su padre descargó su ira
contra los traicioneros egipcios atacando el territorio controlado por Egipto en el
sur de Siria.
Pero al final los hititas no se salieron con la suya. En un amargo giro del
destino, los prisioneros de guerra llevados a la capital hitita como resultado de
aquellas incursiones de castigo trajeron consigo la peste. Esta se extendió por
toda la ciudadela real de Hattusa y mató no solo al rey, sino también a su
príncipe heredero; veinte años después todavía causaría estragos en el territorio
hitita. Seguramente, a los hititas debió de parecerles que los dioses habían