Page 67 - Brugger Karl Crnica de Akakor
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antepasados, tal y como está escrito en la crónica:
Los Blancos Bárbaros se reunieron. Tomaron sus armas y los animales sobre los
que pueden cabalgar. Numerosos eran sus guerreros cuando llegaron por el Gran
Río. Pero los Servidores Escogidos conocían su llegada. No habían dormido.
Habían estado observando a su enemigo mientras se preparaba para la batalla.
Los Blancos Bárbaros se pusieron en marcha. Planeaban atacar por la noche,
cuando los Servidores Escogidos estuvieran adorando a los Dioses. Pero no
lograron su objetivo. En el camino les sobrevino el sueño. Y los guerreros de las
Tribus Escogidas se acercaron y les cortaron sus cejas y sus barbas. Arrancaron
los ornamentos de plata de sus brazos y los arrojaron al Gran Río. Hicieron esto en
retribución y en humillación. Así fue cómo mostraron su poder.
A comienzos del decimotercer milenio (el siglo XVIII) los conquistadores blancos
proseguían inexorables en su avance. Tras de los soldados llegaron los mineros
del oro, que revolvieron los ríos en busca de las brillantes piedras. Los cazadores y
los tramperos recogieron las pieles del jaguar y del tapir. Los sacerdotes de los
Blancos Bárbaros erigieron templos bajo el signo de la cruz. Ciento cincuenta años
después de la llegada de las primeras naves a la costa oriental, el imperio de los
Ugha Mongulala se componía únicamente de los territorios situados en las zonas
altas del Gran Río, de las regiones del Río Rojo, de la parte septentrional de
Bolivia y de las laderas
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orientales de los Andes. Las comunicaciones con la nación de l s Akahim se
habían interrumpido. La frontera fortificada del Oeste yacía en ruinas. Los únicos
supervivientes de las antiguamente poderosas Tribus Aliadas eran la Tribu de los
Cazadores de Tapires, la Tribu de los Corazones Negros, la Tribu de los Espíritus
Malignos y la Tribu de los que se Niegan a Comer. La Tribu del Terror Demoniaco
había huido hacia el interior de la inmensidad de las lianas. Los supervivientes de
la Tribu de los Caminantes vivían con los Akahim. Los Blancos Bárbaros
avanzaban inexorablemente, destruyendo a su paso toda obstrucción y todo
aquello que les desagradara. Del mismo modo como la hormiga rebana la carne de
los huesos del jaguar herido, así fue como ellos destruyeron el imperio de las
Tribus Escogidas.
Impotentes, los Ugha Mongulala contemplaban el ataque de sus enemigos. Bajo
una desesperante exasperación, experimentan la decadencia del en un tiempo
poderoso imperio. Las mujeres seguían tejiendo ropas para sus maridos: los caza-
dores todavía rastreaban la huella del jabalí y almacenaban provisiones para la
estación de las lluvias; los guerreros se mantenían vigilantes sobre las poderosas
murallas de Akakor en la protección de las altas montañas y de los profundos va-
lles. Pero las vidas y las acciones del Pueblo Escogido estaban dominadas por una
profunda tristeza. Sus rostros se mostraban pálidos, blancos y agotados, como las
ñores que brotan en la profundidad de la inmensidad de las lianas. ¿Dónde
estaban los Dioses que habían prometido regresar cuando sus hermanos de la
misma sangre y del mismo padre se hallasen en peligro? ¿Qué había sido de la
justicia de las leyes eternas que, según el legado de los Dioses, debería imperar
asimismo en los Blancos Bárbaros? El pueblo no veía salida alguna. Tampoco los
sacerdotes tenían respuesta.
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Ese fue el comienzo de la decadencia. Ese fue el ignominioso final del imperio. Así
fue como comenzó la victoria de los Blancos Bárbaros. Eran espíritus malignos,
p ero también fuertes y poderosos. Cometieron crímenes incluso a ¡a luz del día. Y
los Servidores Escogidos se unieron. Se levantaron en armas. Deseaban
enfrentarse a los Blancos Bárbaros y combatir. Querían acabar con ellos en las