Page 501 - El Misterio de Belicena Villca
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Hitlerjungen, no desentonábamos entre la numerosa concurrencia que ya llenaba
el gran Salón del Aguila, formando distintos corrillos rumorosos de voces y de
risas. Atravesamos el salón en dirección al gigantesco hogar de mármol tallado,
buscando a Rudolph Hess, mientras sobre nuestras cabezas una araña de
colosales dimensiones derramaba torrentes de luz, suavemente amortiguada por
miles de piezas de cristal de Baccarat. Nunca había visto tanta gente distinguida
e importante junta. Estaban allí todos los líderes de la Nueva Alemania, el Dr.
Goebbels, el Mariscal Goering, el Reichführer Himmler, Julius Streicher, ... En un
rincón apartado distinguimos a un grupo formado por Rosenberg, Rudolph Hess y
Adolf Hitler. Papá, temiendo interrumpir una conversación reservada, me indicó
que aguardáramos a unos pasos de distancia, mientras bebíamos una copa de
champagne que solícitos mozos nos habían alcanzado.
Al cabo de un momento, Rudolph Hess reparó en nosotros y, luego de
cambiar una palabra con el Führer, se acercó sonriente.
–¿Cómo están Reinaldo, Kurt? –dijo–. Vengan que les presentaré al
Führer.
Era la primera vez que veía de cerca a Adolf Hitler, honor poco frecuente
para un estudiante extranjero, y aunque venía preparado sabiendo que el Führer
estaría en la fiesta, no se me había ocurrido que seríamos presentados.
–Adolf: el Barón Reinaldo Von Sübermann –dijo Rudolph.
El Führer saludó a Papá dándole la mano efusivamente pero sin
pronunciar palabra.
–Mein patekind Kurt Von Sübermann –continuó Rudolph–. Flamante
egresado del NAPOLA, piloto y soldado polígloto, futuro Ostenführer de la
Waffen .
No pude evitar ruborizarme por la elogiosa presentación del Taufpate
Hess.
El Führer estiró la mano, mientras me clavaba una mirada helada en los
ojos. Sentí que una corriente eléctrica me corría por la columna vertebral, al
tiempo que una especie de vacío estomacal cosquilleaba a la altura del ombligo.
Fue una sensación de un instante, pero de un efecto terrible. Aquella mirada, y el
contacto de la mano del Führer, habían obrado como un agente ácido en un cubo
de leche, descomponiendo y disolviendo mi estado de ánimo. Fue un instante,
repito, un sólo instante en el cual me sentí explorado por dentro.
Ya recompuesto observé con sorpresa que –algo inusual en él– una
sonrisa enigmática se dibujaba en la cara del Führer.
–¿De Egipto, eh? –dijo Hitler–. Adoro Egipto, tierra maravillosa que fascinó
a Napoleón y que ha producido un Camarada invalorable como Rudolph.
Rosenberg que a todo esto ya había sido presentado, observaba la escena
con expresión divertida.
–Al verlo a Ud. joven Kurt –continuó Hitler– verifico que no es casualidad lo
de Rudolph. Egipto es realmente un “Centro de Fuerza Espiritual”; el enigma de
la Esfinge aún tiene vigencia. Ustedes son la prueba –nos tomó a Rudoph Hess y
a mí, de un brazo a cada uno– de que un Orden Superior guía el destino de
Alemania. Dos germanos-egipcios, que han respirado los efluvios gnósticos de
Alejandría y El Cairo, conducidos por los Superiores Desconocidos hasta aquí,
para poner vuestra gran capacidad espiritual al servicio de la causa
Nacionalsocialista.
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