Page 498 - El Misterio de Belicena Villca
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reglamento si me ofrecía como voluntario. No sabía el destino de la misteriosa
                 misión, pero el entusiasmo por ser admitido me hacía pensar que el conocimiento
                 de diez lenguas orientales sería un buen argumento para lograr mis propósitos.
                        Conforme a esta convicción fui un día al encuentro de Ernst Schaeffer. Se
                 encontraba en un aula con un grupo de seis camaradas del Cuerpo Selectivo,
                 dándoles algún tipo de instrucción. Una  sola mirada al pizarrón, de donde
                 pendían láminas con dibujos de cuerpos humanos cubiertos de flores de loto, me
                 bastó para saber que daba explicaciones sobre los antiquísimos conceptos
                 fisiológicos del Tantra Yoga.
                        La cara de disgusto que puso al verme fue como un presagio de que en
                 algo me había equivocado al suponer que el Profesor podría incluirme en sus
                 planes. No obstante el mal presentimiento que tenía, decidí jugar mi carta.
                        –Heil Hitler –dije por todo saludo.
                        –¿Qué desea Von Sübermann? –dijo ignorando el saludo político.
                        –Perdón Herr Profesor. He sabido que Ud. selecciona personal para una
                 importante misión en el Asia y, si bien  no sé gran cosa de ella, deseo que se
                 considere la posibilidad de incluirme. Es decir, me ofrezco voluntariamente.
                        –¿Ud. Von Sübermann? –Me miraba aguzando la vista, con una expresión
                 cínica–. ¿Y para qué desea Ud. ir al Asia Von Sübermann?
                        –Creo que no me ha comprendido Herr Profesor. Yo deseo ser útil a la
                 patria y ésta es una forma de demostrarlo. Tal vez mis conocimientos de las
                 costumbres y lenguas de Medio Oriente, puedan servir en su misión. O mi
                 licencia de piloto. O las lenguas del Lejano Oriente. Tengo voluntad de servir y
                 por eso me ofrezco –dije con convicción.
                        El gesto, en un principio sardónico, en  la cara del Profesor, se estaba
                 tornando agresivo y en sus ojos se traslucía un brillo de ira. Yo tampoco las tenía
                 todas conmigo y ya sentía hervir la sangre en las venas. Al fin de cuentas, en ese
                 1937, yo tenía 19 años y el orgulloso  Profesor, no más de 25 ó 26, es decir,
                 edades en las que conviene medir las palabras y los gestos...
                        –Von Sübermann –dijo con violencia– debo agradecer su buena voluntad,
                 pero Ud. es la última persona que Yo llevaría al Asia ¿me entendió?
                        –No, Herr Profesor –contesté, pues realmente no comprendía el motivo por
                 el cual el Profesor Schaeffer me odiaba hasta llegar al extremo de no poder
                 disimularlo.
                        –¿No entiende Von Sübermann?  –comenzó a gritar en forma
                 descontrolada–. Pues bien, se lo diré con todas las letras. Ud. es una persona
                 siniestra, portadora de una  marca infamante. Su presencia es una afrenta en
                 cualquier ámbito espiritual, una afrenta a Dios, que en su infinita misericordia le
                 permite vivir entre los hombres. Debería ser marginado, apartado de nosotros o,
                 mejor, exterminado como una rata, porque Ud., Von Sübermann, contamina de
                 pecado todo cuanto le rodea, Ud. ... –continuaba Ernst Schaeffer con sus
                 insultos, totalmente fuera de sí y Yo, que en un primer momento había quedado
                 asombrado al oír una alusión al Signo, estaba reaccionando rápidamente.
                        Sin pensarlo, disparé el puño derecho a la cara del Profesor, dándole de
                 pleno en el mentón. El golpe fue bastante fuerte, pues lo envió trastabillando
                 varios metros más allá, sobre los pupitres del aula. Los seis estudiantes,
                 alertados por los gritos de Schaeffer, concurrieron apresuradamente en su
                 socorro y, mientras cuatro de ellos  lo ayudaban a levantarse, otros dos me
                 sujetaban para evitar que volviese a pegarle.

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