Page 493 - El Misterio de Belicena Villca
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–No te preocupes neffe, no es tan importante que nosotros veamos el
Signo sino que lo reconozcan quienes nos deben ayudar. Y esto siempre ocurre
como lo prueba tu propia experiencia.
Pero hay algo que quizás compense la curiosidad que sientes. En los años
que estuve en el Asia, obtuve una información precisa sobre nuestro Signo: su
ubicación corporal.
–¿Dónde está? –pregunté sin disimular la impaciencia.
–En un lugar curioso neffe –respondió con evidente regocijo– en las orejas.
Miró el reloj y sin esperar respuesta dijo –Hasta mañana neffe Arturo –y
salió.
En un primer momento pensé que tío Kurt se burlaba de mí, pero luego fui
hasta el baño, al espejo, a mirarme las orejas. No había nada anormal en ellas,
pequeñas, sin lóbulo, pegadas a la cabeza, eran, eso sí iguales a las de tío Kurt.
Definitivamente Yo no era capaz de “ver” el famoso Signo; y me fui a
dormir.
Capítulo IX
La siguiente mañana desperté con el recuerdo presente de los últimos
conceptos expuestos por tío Kurt la noche anterior, que iban aclarando lenta pero
efectivamente el Misterio en que me hallaba inmerso. Por de pronto, era ya
seguro que mi tío compartía la misma filosofía oculta de Belicena Villca, la
“Sabiduría Hiperbórea”, y que la misma le fue revelada durante su carrera como
oficial de las Waffen : ¡esto era más de cuanto Yo podía soñar al venir a Santa
María!
Y además estaba la cuestión del Signo: ¡no sólo tío Kurt conocía la
existencia del Signo sino que me confirmaba que tanto él como Yo éramos
portadores del mismo! No cabían dudas entonces que, al igual que los Ofitas,
Belicena Villca lo había percibido, en mis orejas o donde quiera que estuviese
plasmado, y ello la había decidido a redactar su increíble carta. ¡Y tanto en el
caso de los Ofitas como en el de Belicena Villca, la muerte había intervenido
implacablemente, como si Ella fuese un actor insoslayable en el drama de los
señalados por el Signo!
–Buen día Señorcito, vengo a curarle la cabeza. –dijo la vieja Juana,
circunstancial enfermera–. Traje lo que me pidió. Mire, señorcito...
Enarbolaba una navaja de refulgente filo, utensilio que había solicitado con
la intención de afeitarme la cabeza, ya depilada en parte por el Dr. Palacios en
torno a la herida.
Concluída la cura, que consistía en lavar la cicatriz y teñirla con una tintura
roja a base de iodo, la vieja Juana se entregó a la tarea de afeitarme la cabeza,
concesión hecha al comprobar la imposibilidad de poder hacerlo Yo mismo, con
una mano sola.
Media hora después, luciendo el cráneo perfectamente rasurado como un
bonzo de Indochina, tomaba el nutrido desayuno que me sirviera la solícita vieja.
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