Page 489 - El Misterio de Belicena Villca
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vista hacia mí y luego, juntando las manos sobre sus cabezas, elevaban sus ojos
extraviados hacia el cielo clamando ¡Ophis! ¡Ophis!
Por supuesto que todo esto me atemorizó pues, aunque no había sufrido
daño, el recuerdo de mis padres, y el hecho de estar prisionero, me producían
una gran congoja. Sentado en el almohadón, rodeado de tantos hombres, era
imposible pensar en fugar y esta certeza me arrancaba dolorosos sollozos. De
pronto, una voz bondadosa brotó a mis espaldas trayendo momentánea
esperanza y consuelo a mis sufrimientos. Me di vuelta y vi que un anciano de
barba blanca, tocado con turbante, se llegaba hacia mí.
–No temas hijo –dijo en árabe el anciano a quien llamaban Naaseno–.
Nadie te hará daño aquí. Tú eres un enviado del Dios Serpiente, Ophis-Lúcifer a
quien nosotros servimos. Lo prueba el Signo que traes marcado para Su Gloria.
Me indicó en gesto afectuoso que permitiera ser tomado en brazos por él,
para poder así “enseñarme la imagen de Dios”. Realmente estaba necesitando
un trato afectuoso pues aquellos fanáticos no reparaban en que Yo era un niño.
Abracé al anciano y éste echó a andar hasta un extremo de la sala –que resultó
ser un sótano– adonde se elevaba una columna en cuyo pedestal brillaba una
pequeña escultura de piedra muy pulida. Tenía la forma de una cobra alzada
sobre sí misma con ojos refulgentes, debido quizá a la incrustación de piedras de
un verde más intenso. La imagen me fascinó y la hubiese tocado si el anciano no
retrocede a tiempo.
–¿Te ha gustado la imagen de Dios, “pequeño enviado”? –dijo el Maestro.
–Sí –respondí sin saber porqué.
–Tú tienes derecho a poseer la joya de la Orden. –Continuó el Maestro
mientras hurgaba en una bolsita de fino cuero que llevaba colgada al cuello.
–¡Aquí está! –exclamó el Maestro Naaseno– es la imagen consagrada del
Dios Serpiente. Para obtenerla los hombres pasan duras pruebas que a veces les
llevan toda la vida. Tú en cambio no necesitas pasar ninguna prueba porque eres
portador del signo.
Con un afilado puñal que extrajo del cinto, cortó un cordón verde de un
manojo que colgaba en la pared y, ensartando la réplica de plata en un lazo, la
colocó en mi cuello. A continuación me miró a los ojos, de una forma tan intensa
que no he podido olvidarlo nunca. Tampoco olvidé sus palabras, las que
pronunció con voz muy fuerte, ritualmente. Me tenía agarrado con su brazo
izquierdo y me elevaba para que fuese visto por todos, mientras con el índice de
la mano derecha señalaba al Dios Serpiente. Dijo esto:
–¡Iniciados de la Serpiente Liberadora! ¡Seguidores de la Serpiente de Luz
Increada! ¡Adoradores de la Serpiente Vengadora! ¡He aquí al Portador del
Signo del Origen! ¡Al que puede comprender con Su Signo a la Serpiente; al
que puede obtener la Más Alta Sabiduría que le es dado conocer al Hombre
de Barro! En el interior de este niño Divino, en el seno del Espíritu eterno, está
presente la Señal del Enemigo del Creador y de la Creación, el Símbolo del
Origen de nuestro Dios y de todos los Espíritus prisioneros de la Materia. Y ese
Símbolo del Origen se ha manifestado en el Signo que nosotros, y nadie más,
hemos sido capaces de ver: ¡niño Divino; él podrá comprender a la Serpiente
desde adentro ! ¡pero nosotros, gracias a él, a su Signo liberador, la hemos
comprendido afuera, y ya nada podrá detenernos!
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