Page 488 - El Misterio de Belicena Villca
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Siguiendo una callejuela fui a dar a una amplia plaza empedrada, con
fuente de surtidor, en la que desembocaban infinidad de calles y callejuelas que
sólo el irregular trazado de esos Barrios de El Cairo puede justificar. Estaban allí
cientos de vendedores, vagos, pordioseros y mujeres con el rostro cubierto por el
chador, que recogían agua en cántaros de barro cocido.
Me acerqué a la fuente tratando de orientarme, sin reparar en un grupo de
árabes que rodeaban cantando a un encantador de serpientes. Este espectáculo
es muy común en Egipto por lo que no me hubiera llamado la atención, a no ser
por el hecho inusual de que al verme, los árabes fueron bajando el tono del canto
hasta callar por completo. Al principio no me percaté de esto pues el encantador
continuaba tocando la flauta en tanto los ojos verdes de la cobra, hipnotizada por
la música, parecían mirarme sólo a mí. De pronto el flautista se sumó también al
grupo de silenciosos árabes y Yo, comprendiendo que algo anormal ocurría, uno
tras otro daba prudentes pasos atrás.
El hechizo se rompió cuando uno de ellos, dando un alarido espantoso,
gritó en árabe –¡El Signo! mientras me señalaba torpemente. Fue como una
señal. Todos a la vez gritaban exaltados y corrían hacia mí con la descubierta
intención de capturarme.
Se produjo un terrible revuelo pues siendo Yo un niño, corría entre la
muchedumbre con mayor velocidad, en tanto que mis perseguidores se veían
entorpecidos por diversos obstáculos, los que eliminaban por el expeditivo
sistema de arrojar al suelo cuanto se les cruzara en sus caminos. Por suerte era
grande el gentío y muchos testigos del episodio pudieron informar luego a la
Policía.
La persecución no duró mucho pues el fanatismo frenético que animaba a
aquellos hombres multiplicaba sus fuerzas, en tanto que las mías se consumían
rápidamente.
Inicialmente tomé por una calle pletórica de mercaderes, escapando en
sentido contrario al empleado para llegar a la plaza, pero a las pocas cuadras,
intentando esquivar una multitud de vendedores y clientes, me introduje en un
callejón. Este no era recto, sino que seguía estrechándose cada vez más, hasta
convertirse en un camino de un metro de ancho entre las paredes de dos Barrios
que habían avanzado desde direcciones distintas, sin respetar la calle.
A medida que corría, el callejón parecía más limpio de obstáculos y, por
consiguiente, mis perseguidores ganaron terreno, hasta que una piedra saliente
del desparejo suelo me hizo rodar derrotado. Inmediatamente fui rodeado por los
excitados árabes que no tardaron un instante en envolverme con una de sus
capas y cargarme aprisionado entre poderosos brazos. La impresión fue grande y
desagradable y, por más que gritaba y lloraba, nada parecía afectar a mis
captores que corrían ahora, más rápido que antes.
Un rato después llegamos a destino. Aunque Yo no podía ver, entendía
perfectamente el árabe y comprendí entonces que los fanáticos llamaban a
grandes voces a alguien a quien denominaban Maestro Naaseno.
Al fin me liberaron del envoltorio en capuchón que me cegaba,
depositándome sobre un suave almohadón de seda, de regular tamaño. Cuando
acostumbré la vista a la penumbra del lugar, comprobé que estaba en una amplia
estancia, tenuemente iluminada con lámparas de aceite. El piso, cubierto de ricas
alfombras y almohadones, contaba con la presencia de una docena de hombres
arrodillados, con la frente en el suelo, los que de tanto en tanto levantaban la
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