Page 487 - El Misterio de Belicena Villca
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Pensé que se referían al ingreso a la Escuela NAPOLA y una ansiedad
creciente me ganó. No pudiendo resistir la tentación –delito imperdonable diría mi
padre– hice algo repudiable: los espié.
Disimulando estar parado contra una ventana que se abría en las
proximidades de Papá y Rudolph Hess, traté de escuchar su conversación, que
efectivamente se desenvolvía en torno al tema de mi persona. Pero no versaba
sobre el ingreso a la Escuela NAPOLA, sino sobre una cuestión que me llenó de
estupor.
–... Puedes dejarme a Kurt entonces –decía Rudolph– ¿le hablaste del
Signo?
–No lo creí conveniente –respondió Papá–. Además no sabría explicarle
con la suficiente profundidad ese Misterio. Tú sabes más que Yo de estas cosas;
eres el más indicado para hablar con él.
Movía la cabeza afirmativamente Rudolph Hess mientras en su rostro se
mantenía esbozada esa sonrisa tímida tan característica de su persona.
–Esperemos unos años; –dijo Rudolph Hess– si es que Kurt no pregunta
antes. ¿Nunca ha sospechado nada? ¿No ha sido protagonista de algún suceso
anormal?
–No, Rudolph, salvo el asunto de los Ofitas, que ya te conté en mis cartas,
no le ocurrió nada extraño después, e incluso parece haberlo olvidado, o por lo
menos, el recuerdo no le afecta.
En este punto de la conversación entre Rudolph Hess y mi padre poco era
lo que yo entendía, pero al mencionar a los Ofitas un increíble episodio de la
niñez vino a mi memoria instantáneamente. ¡Cuando tenía unos diez u once años
fui víctima de un secuestro! No era un secuestro criminal con el fin de cobrar
rescate, sino un rapto perpetrado por fanáticos de la Orden Ofita que sólo duró
unas horas hasta que la Policía, merced a los datos que aportó un soplón
profesional, pudo desbaratarlo.
Capítulo VIII
Las cosas sucedieron así: mis padres habían viajado hasta El Cairo –el
Ingenio familiar dista unos kilómetros de esta ciudad– con el objeto de hacer
compras.
Mientras Mamá se entretenía en las vastas dependencias de la Tienda
Inglesa Yo, ávido de travesuras, me fui deslizando con mucho disimulo hacia la
calle. Un momento después corría a varias cuadras de la Tienda atraído
inocentemente por el bullicio del “Mercado Negro”, barrio laberíntico de
miserables puestos callejeros y refugio seguro de mendigos y delincuentes de
poca monta.
Ese día la marea humana era densa por las callejuelas estrechas en las
que la distancia entre dos puestos de ventas apenas dejaba un pasillo al tránsito
peatonal. Alfarería, frutas, alfombras, animales, de todo lo imaginable se vendía
allí y ante cada mercadería se detenían mis ojos curiosos. No tenía miedo pues
no me había alejado mucho y sería fácil volver o que me hallara Mamá.
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