Page 490 - El Misterio de Belicena Villca
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–Sí, Sí ¡Ya podemos partir! –gritaban a coro los desenfrenados Iniciados
Ofitas.
Pasaron los minutos y todo se fue calmando en el refugio de la Orden
Ofita. Los árabes estaban entregados a alguna clase de preparativo, y Yo,
entusiasmado con el serpentino obsequio y tranquilizado por el buen trato del
Maestro Naaseno, no desconfié cuando éste me acercó un vaso de refrescante
menta. Pocos minutos después caía presa de profundo sopor, seguramente a
causa de un narcótico echado en la bebida.
Cuando desperté estaba con mis padres, en el Sanatorio Británico de El
Cairo, junto a un médico, de blanco guardapolvo, que trataba inútilmente de
convencerlos de que Yo simplemente dormía.
Con el paso de los años, fui reconstruyendo las acciones que llevaron a mi
liberación. Al parecer el Jefe de Policía se movió rápidamente, temiendo que el
secuestro de un miembro de la rica e influyente familia Von Sübermann,
concluyera con una purga en el Departamento de Policía cuya cabeza –sería la
primera en rodar– era él. Por intermedio de confidentes, mendigos, vagos o
simples testigos, se enteraron sin lugar a dudas que los autores del secuestro
eran los fanáticos miembros de la milenaria Orden gnóstica “Ofita”, considerados
como inofensivos e incluso muy sabios.
Esto desconcertó en un comienzo a los policías, que no alcanzaban a
vislumbrar el móvil del secuestro pero, siguiendo algunas pistas, llegaron a la
casa del Maestro Naaseno. Los árabes, en la euforia por transportarme hasta allí,
se habían comportado imprudentemente, penetrando todos juntos en medio de
gritos y exclamaciones. Un mendigo, testigo presencial de la extraña procesión,
tan deseoso de ganar la recompensa que mi familia había ofrecido, como de
evitar las porras policiales, dio los datos de la casa donde entraron los raptores.
Esta fue rodeada por las autoridades, pero, como nadie respondía a los llamados,
se procedió a forzar la puerta, encontrándose con una humilde vivienda,
totalmente vacía de gente. Luego de una prolija inspección, se descubrió,
disimulada bajo una alfombra, la puerta trampa que conducía, mediante una
mohosa escalera de piedra, al soterrado templo del Dios Serpiente.
Un espectáculo macabro sorprendió a los presentes pues, tendido sobre
un almohadón de seda, yacia mi cuerpo exánime rodeado de cadáveres con
expresión convulsa que, como último gesto, dirigían los rígidos brazos hacia mí.
Todos los secuestradores habían muerto con veneno de cobra. El Maestro
Naaseno y el ídolo se habían esfumado.
La impresión que recibieron los recién llegados fue muy mala pues
pensaron que Yo también estaba muerto, pero salieron de inmediato de su error y
fui transportado al Sanatorio Británico junto con mis padres.
Aún conservaba colgada del cuello la serpiente de plata, siendo ésta
guardada celosamente por Papá, aunque a veces, años después, me la solía
mostrar cuando recordábamos aquella aventura.
En aquel momento, mientras escuchaba a Papá y Rudolph Hess hablar de
los Ofitas, todos estos sucesos se agolpaban en mi mente.
Me había situado de costado contra la ventana, de manera que sólo podía
verlos de reojo conversar, pero la voz llegaba nítida a mis oídos.
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