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164         Antoni  Gonzalo  Carbó        |        El Azufre  Rojo  VIII  (2020), 153-199.        |        ISSN: 2341-1368





               en Praga. Y en su libro Advent (Adviento) se dibujaba ese impulso espiritual que le conducía
               hacia una poesía intimista y alumbrada. Poco a poco, irá creando su mundo lírico, poblado
               de imágenes sensibles; es decir, un «paisaje interior» donde hay bosques, templos, castillos,
               cumbres, selvas y ríos. Y ése es ya un espacio conquistado para su poesía. «En ninguna parte,
               ¡oh bien amada!, el mundo será como en el interior de nosotros mismos», escribirá en sus
               años maduros, en la «Séptima Elegía de Duino». Rilke, al igual que Dante, era un vidente y
               aspiraba a ser un iniciado. Compartía con su maestro el mismo sufrimiento de sentirse «re-
               chazado», aislado y exiliado. Lo importante para Rilke no es sentirse seguro en el «mundo
               interpretado», sino orientarse en el inmenso f rmamento de las relaciones invisibles y musi-
               cales de la creación. Rilke puede decir en la «Octava Elegía»: «Con todos los ojos la criatura
               ve / lo abierto (das Of ene). Nuestros ojos están vueltos / del revés […]». Y, para conocer lo
               oculto, hay que ser un «vidente»; un vidente y un «visual», porque Rilke era «todo ojos».


               Rilke extrajo del mundo esotérico de Alfred Schuler una idea muy interesante para sus úl-
               timas obras. Este concepto de «lo Abierto» (das Of ene) (era difícil de explicar, y él intentaba
               def nirlo de formas muy distintas, todas bastante confusas, con negaciones y enigmas. «Lo
               Abierto» es Nirgends ohne Nicht («el ningún sitio sin nada») . Y podría ser también lo que los
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               místicos han identif cado como «otro Reino», un espacio espiritual muy diferente de lo que
               los ocultistas llaman «otro mundo».

               Al igual que en el diarium spirituale de Rūzbihān, en la visita que Rilke realizó al museo del
               Prado, lo ángeles de El Greco se tiñen simbólicamente con el rojo de la sangre. Su mayor
               impresión procederá de la Crucif xión de El Greco, donde dos ángeles impulsan la cruz, des-
               de su anclaje de tierra, a una meta de gloria. La impresión no será pasajera, sino que se irá
               grabando más y más con el tiempo, y hará posible esta emocionada descripción posterior:

                           «Ante un cielo quebrado y tenebroso, la cruz, con la llama larga y
                           pálida de un cuerpo, y arriba, sobre él, la inscripción exhaustiva, más
                           larga que cualquier otra que se conozca, como si fuera el nombre
                           innumerable  de  sus  desdichas.  María  y  Juan,  a  la  derecha  y  a  la
                           izquierda del cuadro, inclinados los dos, repitiendo el gesto de un
                           dolor que se les ha asentado para siempre, y que no puede ser mayor.
                           Sólo sobre Magdalena vibra la excitación del sufrimiento, porque
                           está viendo brotar a borbotones la sangre que mana de los pies cla-
                           vados uno sobre otro. Y cae de rodillas, quiere contener la sangre
                           que f uye por el madero, con una mano arriba, bajo los pies, y la otra
                           abajo: quiere ser la primera y la última en recoger la sangre, pero no
                           lo consigue. Y cuando mira hacia arriba, desconcertada, entre las ne-


               24 Cit. ib., p. 867.
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