Page 17 - Egipto TOMO 2
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REJUVENECIMIENTO DE EGIPTO
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                  estrecho camino flanqueado de elevados muros que termina en  la puerta  el Azab do  la
                  ciudadela, hendió el viento el estampido de un cañonazo: por medio de él avisaba Mehemet-
                 Alí á los soldados albaneses que había llegado el instante de comenzar la matanza, y en
                      al través de todas las ventanas, de todas las claraboyas, de todas las aberturas,
                 efecto,
                                                                 el exterminio.
                 descargas no interrumpidas un sólo instante empezaron á vomitar la muerte y
                 Eran los albaneses que rompían el fuego situados detrás de la robusta muralla. Un centenar
                           caballos alcanzados por los proyectiles, revolcándose en su propia sangre,
                 de hombres y
                 rodaron sobre el suelo en el camino cubierto. A la primera siguieron nuevas descargas que
                  diezmaban á los amontonados beyes. Los que habían sido respetados por las balas echaron
                          desenvainando los alfanjes y empuñando las pistolas apercibiéronse ála defensa;
                  pié á tierra y
                  mas en vano buscaron al enemigo que disparaba contra ellos sobre seguro: al alcance de sus
                  miradas no habia más que muros elevadísimos, cortados á pico, al través de los cuales pasaba
                                                          moribundos, formaban en
                  la muerte y la destrucción.  Caballos y jinetes, vivos, muertos y
                  medio del desorden más espantoso un monton horrible, del cual se escapaban aves, gemidos y
                  maldiciones, en el que los moribundos se estremecían en el estertor de  la agonía, y  cuyos
                        estremecimientos iban extinguiéndose al paso que crecia y se ensanchaba. Cual se
                  rumores y
                  borra con la esponja la cantidad escrita sobre el encerado, Mehemet-Alí habia extinguido en
                  el breve espacio de media hora aquellas vidas que momentos antes se agitaban en la plenitud
                  v exuberancia de sus fuerzas.  Sólo uno de los mamelucos escapó á la matanza. Amin—bey,
                  que, arrastrado en vertiginosa carrera por su caballo, precipitóse desde una altura enorme,
                  saltando el parapeto de la ciudadela: por lo menos así lo dicen los cairotas, que no sólo lo
                  creen, sino que muestran al viajero el sitio desde el cual se lanzó ciego el brioso corcel.
                    Terminada  la horrenda tragedia, cuando no quedaba alma viviente ante la puerta de
                  el-Azab  presentóse á Mehemet-Alí su médico italiano, dirigiéndole los más entusiastas
                       ,
                  parabienes. Mehemet no le dijo palabra; pero pidió de beber y bebió á grandes tragos. La
                  muerte dada á los beyes, no hay para qué ocultarlo, fué terrible, espantosa; mas no debe
                  tampoco perderse de vista que  el Egipto habría sido presa de un despotismo feroz como no
                  se  le hubiera librado de  la desastrosa dominación de los mamelucos. El crimen de que
                  acabamos de dar cuenta pertenece á la historia, no á la leyenda: es de nuestro siglo, no de los
                  tiempos de la Edad media: y sin embargo, quien lo cometió no era en manera alguna un loco
                  dominado por el furor sanguinario, sino un político accesible á todos los sentimientos y emo-
                  ciones del corazón; pero un político que marchaba derecho á su fin, sin atender á consideración
                  alguna que de su camino pudiera desviarle, é incapaz de retroceder ante recurso alguno, por
                  más espantoso que fuese,  si juzgaba de trascendencia el fin que se propusiera alcanzar.
                    La tragedia tuvo un epílogo más horrendo, si cabe, que la tragedia misma. Terminada la
                  matanza de la ciudadela, Mehemet-Alí ordenó la estrangulación de los beyes que habían
                  permanecido en las provincias, los cuales se elevaban al número de seiscientos. Los gober-
                  nadores, en cumplimiento de las órdenes de aquél, enviaron á la capital las cabezas de las
                  víctimas.



                                       UNIVERSITARIA,
                                                 j
                                     ' ^  SEVILLA
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