Page 36 - Orgullo y prejuicio
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CAPÍTULO VIII
A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media
llamaron a Elizabeth para que bajara a cenar. Ésta no pudo contestar
favorablemente a las atentas preguntas que le hicieron y en las cuales tuvo
la satisfacción de distinguir el interés especial del señor Bingley. Jane no
había mejorado nada; al oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces
cuánto lo lamentaban, lo horrible que era tener un mal resfriado y lo que a
ellas les molestaba estar enfermas. Después ya no se ocuparon más del
asunto. Y su indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió
a despertar en Elizabeth la antipatía que en principio había sentido por ellas.
En realidad, era a Bingley al único del grupo que ella veía con agrado.
Su preocupación por Jane era evidente, y las atenciones que tenía con
Elizabeth eran lo que evitaba que se sintiese como una intrusa, que era
como los demás la consideraban. Sólo él parecía darse cuenta de su
presencia. La señorita Bingley estaba absorta con el señor Darcy; su
hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst, que estaba
sentado al lado de Elizabeth, era un hombre indolente que no vivía más que
para comer, beber y jugar a las cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería
un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada de qué hablar con ella.
Cuando acabó la cena, Elizabeth volvió inmediatamente junto a Jane. Nada
más salir del comedor, la señorita Bingley empezó a criticarla. Sus modales
eran, en efecto, pésimos, una mezcla de orgullo e impertinencia; no tenía