Page 119 - Fantasmas
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Joe  HiLL



      gordezuelos  y llenos  de anillos  sobre  su  espalda.  Buddy esta-
      ba prácticamente fuera del sofá, ya que no  había sitio suficien-
      te para él y daba la impresión  de que iba a asfixiarse  con  la ca-
      ra  apretada  de esa  manera  contra  las tetas  de Ella.  Francis  no
      consiguió  recordar  la última vez  que los había visto  abrazados
      así y había  olvidado  lo pequeño  que parecía su  padre en  com-
      paración  conrla  gigantesca  Ella.  Con  la cabeza  hundida  en  su
      pecho, parecía un  niño que tras  llorar en  brazos  de su  madre  se
      ha quedado por fin dormido.  Eran  tan viejos y estaban  tan  so-
      los, parecían tan  vencidos,  que verlos  así —dos  figuras abraza-
      das frente  a la adversidad — le produjo una  punzante  sensación
      de pesar.  Su pensamiento  siguiente fue que su vida con  ellos ha-
      bía llegado  a su  fin. Si se  despertaban  y lo veían  volverían  los
      gritos y los desmayos,  aparecerían  la policía y las escopetas.
            Desesperado,  se disponía a darse la vuelta y volver al ver-
      tedero,  cuando  vio una  ensaladera  sobre  la mesa,  a la derecha
      de la puerta.  Ella había  hecho  ensalada  de tacos.  No  alcanza-
      ba a ver  el interior  del recipiente,  pero  identificó  su  conteni-
      do por el olfato.  Nada escapaba ahora a su  olfato:  ni el olor acre
      a Óxido  de la mosquitera  de la puerta  de entrada  ni el de moho
      en  las raídas  alfombras;  también  podía oler los fritos  de maíz,
      la carne  picada macerada  con  salsa y el regusto  a pimienta  del
      aliño.  Imaginó  grandes  hojas de lechuga empapadas  en  los ju-
      gos del taco  y empezó a salivar.
            Se inclinó  hacia delante  alargando  el cuello  para  intentar
      ver  el interior  de la ensaladera.  Los  ganchos  dentados  en  que
      terminaban  sus  patas  delanteras  empujaron  la puerta,  y antes
      de que  fuera  consciente  de lo que  hacía,  ésta  se  había  abierto
      cediendo  al peso  de su  cuerpo.  Entró  y miró  de reojo a su  pa-
      dre y a Ella, ninguno  de los cuales  se  movió.
            El gozne  estaba viejo y deformado,  así que cuando  hubo
      entrado  la puerta  no  se  cerró  enseguida  detrás  de él, sino  que
      lo hizo despacio y con  un  chirrido  seco,  encajándose  en  el mar-




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