Page 268 - Fantasmas
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FANTASMAS


               —Es usted horrible —le dijo—. Igual que un  profanador

          de tumbas.
               Alinger juntó las manos  y la miró  con  aire  comprensi-
          vo.  Llevaba  años  enseñando  su  colección  y estaba  acostum-

          brado  a toda clase de reacciones.        S
               —Vamos,  cariño  —dijo  el marido—.  Hay que  tener  un

          poco  de perspectiva.
               —Me voy al coche —replicó  ella bajando la cabeza y en-
          corvando  los hombros.
               —Espera —dijo el marido—.  Espéranos.
                No tenía  el abrigo puesto; tampoco  el niño,  que  estaba
          de rodillas  con  el maletín  abierto  y pasando  las yemas  de los
          dedos por el aspirador, un  aparato  que parecía un termo  de ace-
          ro  inoxidable  con  tubos  de goma  y una  máscara  de plástico
          en  un  extremo.
                La mujer no  llegó a oír a su marido; se dio la vuelta y salió
          dejando la puerta  abierta.  Bajó los empinados  escalones  de gra-
          nito hasta la acera,  siempre con  los ojos fijos en  el suelo.  Cami-
          naba como  una  sonámbula,  sin levantar  la vista y directamente
          hacia el coche,  estacionado  al otro  lado de la calle.
                Alinger  se  disponía  a coger  el libro  de visitas  —pensa-
          ba que  tal vez  el hombre  sí accedería  a firmar—  cuando  es-
          cuchó  el chirrido  de los frenos  y el crujido  metálico,  como  si
          el coche  se  hubiera  empotrado  en  un  árbol,  sólo  que  no  ne-
          cesitaba  mirar  para saber  que no  era  un  árbol  en  lo que se  ha-
          bía empotrado.
                El padre gritó una  vez,  y otra  más, y Alinger  se  volvió
          justo a tiempo para  bajar las escaleras  a trompicones.  Un Ca-
          dillac  negro  estaba  atravesado  en  la calzada  y de los costados
          de su  arrugado capó salía humo.  La puerta del conductor  esta-
          ba abierta  y éste  se  encontraba  de pie en  la carretera,  con  un
          sombrero  de fieltro  ladeado  sobre la cabeza.
                Aunque  los oídos  le zumbaban,  Alinger le oyó:



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