Page 95 - Fantasmas
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Joe HiLL
—Cambia esa cara de una vez —me dijo mi padre una no-
che mientras cenábamos—. La vida sigue. Ponte las pilas.
Era lo que estaba haciendo. Sabía perfectamente que la
puerta de la perrera no se abría sola, así que ponché todas las
ruedas de la camioneta y dejé mi navaja clavada en una de ellas
para que mi padre no tuviera dudas acerca de quién había sido.
Llamó a la policía e hizo que me arrestaran. Los agentes me hi-
cieron subir a su patrulla, me dieron una charla y luego me di-
jeron que me llevarían de vuelta a casa si «me comprometía a
obedecer las normas». Al día siguiente encerré a Feliz en la ca-
mioneta y se cagó en el asiento del conductor. Por su parte, mi
padre cogió todos los libros que Art me había recomendado, el
de Bernard Malamud, el de Ray Bradbury, el de Isaac Bashevis
Singer, y los quemó en el jardín.
—¿Qué te parece? —me preguntó mientras los rociaba
con gasolina.
—Me parece estupendo —le contesté—. Los pedí con tu
credencial de la biblioteca.
Ese verano dormí muchas noches en casa de Art.
«No estés enfadado. No es culpa de nadie, me escribió.»
—Vete a la mierda —fue toda mi respuesta, pero es que
no podía decir nada más, porque sólo con mirarle me entraban
ganas de llorar.
A finales de agosto Art me llamó. Quería que nos encontrá-
ramos en Scarswell Cove, a más de seis kilómetros cuesta arri-
ba, pero al cabo de varios meses de patearme el camino hasta
su casa después del colegio, yo estaba bien entrenado. Tal y co-
mo me pidió, llevé un montón de globos.
Scarswell Cove es una playa resguardada y pedregosa
adonde la gente acude a remojarse en la orilla y a pescar. Cuan-
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