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la señora Juana Larrauri hace pocos días. Cien mil: ni un dólar más ni un
dólar menos, y, si he de ser sincero, la cantidad me parece exigua, casi
irrelevante, si se considera el resultado y el condigno esfuerzo. Porque,
¿cuál sería la cantidad razonable de dinero que debería haber recibido
Miguel Ángel por pintar los frescos de la Capilla Sixtina? ¿Cuál es el
precio de una obra de arte? Me visten, me desvisten, me deshacen / me
descoyuntan y me desordenan / como si fuera la desarbolada / muñeca
que no encaja en ningún molde. Continúo con el tratamiento de inyección
e inmersión a intervalos regulares y cronometrados. Quince minutos más
o diez minutos menos pueden alterar la exquisita armonía de la perfec-
ción. No me cabe duda de que la conozco, con mucho, mejor que el mis-
mo general quien, hasta donde yo sé, durante las últimas fases de su en-
fermedad ni siquiera se le acercaba por un infundado temor al contagio,
como si el cáncer se transmitiera de modo similar a la escarlatina o al sa-
rampión. Yo, en cambio, hace tres años que estoy junto a ella, cuerpo a
cuerpo, atento a sus humores, desvelado por sus agrietamientos, pendien-
te de sus cambios de temperatura. Yo que siempre preferí ignorar / la
elemental gramática del cuerpo / ahora soy sólo un cuerpo en el que
inscriben / las marcas de una eternidad innoble. Hace tres años que vivo
en el segundo piso de la sede de lo que aquí se conoce como Confedera-
ción General de los Trabajadores, vivo como un monje enclaustrado pero
sin los beneficios del claustro: aquí no hay serenidad espiritual, ni silen-
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