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a envolverse en el ropaje de la divinidad? Por tanto, no me quejo. La es-
tudio, la contemplo y apenas la muevo para verificar el efecto de los reac-
tivos. Yo, que tuve una infancia sin muñecas, / he terminado por aseme-
jarme / a muñeca de parque de atracciones: / vengan y paguen / vengan
y toquen / vengan y vean: / ¡un beso a la muñeca por dos pesos! Desde la
ventana entornada de mi segundo piso contemplo con el alma en vilo la
anunciada marcha de las antorchas. Aquí, mientras tanto, conservo las
formas de la noche eterna: el sol es el enemigo de los laboratorios y de los
museos; el más débil resplandor, la incidencia de un rayo de luz, podrían
desbaratar las formas perfectas de la obra: esta boca que parece a punto
de esbozar una sonrisa, estos cabellos peinados con demorada fruición,
esta placidez que evoca un reposo ajeno a la muerte. Nada sabe la turba-
multa de la oscuridad que preserva y salvaguarda, no dudaría en ingresar
con las antorchas y organizar una danza de fuego y de plegarias en torno
a este milagro surgido de mis manos. Por fin culmina la marcha y el cuer-
po yacente y yo tornamos a nuestra habitual soledad, a nuestra inviolable
noche. Me transforman las piernas en estacas / los pechos son dos cálices
de cera / y una arquitectura de alambre me sostiene / en una articulación
que no es humana. Estoy rodeado de fotografías; algunas me las procuré
yo mismo y otras, gentilmente, me las han cedido: en una gala del Teatro
Colón, posando junto a su marido y el doctor Finochietto, recibiendo a
dignatarios extranjeros; de frente, de perfil, en primerísimos planos y en
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