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cio, ni recogimiento. Aquí hay angustia y hay desasosiego, una procesión
que merodea por el edificio bajo el signo de la necrofilia y, sumado a todo
ello, desde hace un par de días, el ensordecedor zumbido de los aviones
en vuelo rasante que parecen prenunciar el estallido de una conflagración.
No puedo dejar de pensar con resignada ironía que hace décadas me ne-
gué a trasladarme a Moscú para trabajar sobre el cadáver de Lenin por
temor a verme involucrado en una ordalía de intereses políticos encontra-
dos y ajenos a mi profesión. ¿Qué tenía que hacer, me pregunté con inge-
nuidad, un anatomista en medio de un régimen totalitario atravesado por
guerras intestinas? Me maquillan, me rompen, me desvelan / me recons-
truyen, me acosan, me vacían / como si mi cuerpo inerte precisase / el
comercio banal con los mortales. Aquí, en este segundo piso, he instalado
mi cuarto, mi despacho, mi laboratorio. Yo, que siempre he sido un hom-
bre de familia, refractario a los distanciamientos y aun a los domésticos
disensos, he terminado por ser un desconocido en mi propia casa. Yo, que
siempre abogué por la verdad pura y dura, divorciada de subterfugios y
melindres, debo ocultarle a mi mujer la índole de mi trabajo, debo respon-
der con evasivas a las preguntas de mis hijas, debo comportarme con el
recelo de un fugitivo que borra las propias huellas a su paso. Porque todo
es secreto, confidencial, hermético; un asunto de Estado que hasta los
propios hombres de Estado prefieren ignorar. Un dios exige entrega, par-
ticipación y renunciamiento, ¿qué menos puede pedir una obra que aspira
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