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sola manera de salir de acá.
—No te hagas ilusiones, ellos nos tienen en sus manos —dijo el
viejo sin oreja.
—No; podemos salir. Yo tengo un plan.
La música que se escuchaba a través del ventanal era alegre y las
risas la acompañaban todo el tiempo. El gordo tenía las solapas del pijama
gris manchadas con sangre y en la boca un gesto que era como una son-
risa estúpida. Era el único que estaba en una de las camas de la fila de la
izquierda; las otras camas de la izquierda estaban vacías porque sus ocu-
pantes eran los que se habían acercado para verlo. En cambio, las camas
de la derecha estaban todas ocupadas por internados que dormían.
Se abrió la puerta y entraron dos hombres con guardapolvos blan-
cos. Algunos internados volvieron a las camas y otros se acercaron al
ventanal del fondo. Uno de los de guardapolvo se paró en medio de la sala
y el otro fue hasta donde estaba acostado el gordo, sacó una lapicera del
bolsillo y con la punta le pinchó los dedos de los pies. El gordo movió los
dedos sin abandonar el gesto que parecía sonrisa.
Cuando los de guardapolvo blanco se fueron, los internados vol-
vieron a reunirse alrededor de la cama del gordo. A la música y las risas
lejanas se les agregó el estampido de un trueno.
—Somos ratas y nos tratan como a ratas —dijo el viejo sin oreja.
—No somos ratas —el de la silla de ruedas levantó otra vez la
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