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—Es que es la verdad —dijo el viejo sin oreja—. El profesor siem-

               pre me decía que se había hecho amigo de ellos y los tenía en el bolsillo.

               Ahora mirá el escándalo que armó el gran especialista en narices. A ver

               quién se anima, quiero el desquite, apuesto el pan de otra semana a que

               no vuelve.

                     —No sigan apostando el pan, herejes —el de la silla de ruedas se-

               guía sin bajar la cruz—, es el cuerpo del Señor y Él nos da ese regalo.

                     —Lindo regalo, un pan duro y verde, que se meta el regalo en el

               culo —dijo el alto del muñón—. Me tenés podrido, te voy a partir la cruz

               en la cabeza. Doblo la apuesta, el pan de dos semanas a que vuelve sin la

               nariz.

                     —Aceptado —dijo el viejo sin oreja—. Digo que no vuelve, tiene

               tanto miedo que va a reventar. Y ahora decime cómo es eso del fuego.

                     —Simple: quemamos todo y nos escapamos en pleno incendio.

                     —Todo hecho cenizas, como Sodoma y Gomorra —el de la silla de

               ruedas había bajado la cruz—. El fuego purificador. Me gusta.

                     —Mirá si será una locura tu plan que al único que le gusta es a

               este —el viejo sin oreja señaló al de la silla de ruedas—. Con qué querés

               encender fuego acá adentro, no tenemos ni un mísero fósforo. Y aunque

               tuviéramos sería imposible escaparnos, todas las salidas tienen rejas.

                     —Si hacemos un cortocircuito con los cables de la lámpara, los col-

               chones se van a prender fuego enseguida —dijo el alto del muñón—. Y



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