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posible que no se infecte. Todos nos vamos a morir de cualquier cosa y en
cualquier momento. Por eso tienen que aceptar mi plan; vamos, necesito
que me ayuden con los cables.
Se encendió la única lámpara que colgaba en mitad del techo. Den-
tro de la sala no había interruptor.
—Mirá, hablando de cables, ahí tenés la lámpara. Ayer la encen-
dieron más temprano —dijo el viejo sin oreja—. Tenemos luz cuando a
ellos se les antoja. Te digo que algo cambió afuera, no sé qué, pero algo
cambió.
—Lo único que cambia es que cada día encienden la luz más tarde
—dijo el alto, con el muñón cada vez más rojo—. Eso, y que de vez en
cuando necesitan reemplazar las ratas, nada más.
—Entonces estás de acuerdo en que somos ratas. Y gracias por ha-
blarme desde la derecha.
—De nada. Todos somos ratas, no importa el disfraz gris o blanco
—hizo un gesto de dolor y dejó de rascarse el muñón—. A ver quién me
sostiene una silla, así me subo y corto los cables.
—Con una sola mano lo único que vas a conseguir es fulminarte
vos mismo —dijo el viejo sin oreja.
—Cagones, se merecen que los maten.
—A ver si lo entienden, no somos ratas, somos pecadores —el de la
silla de ruedas no había vuelto a bajar la cruz—. La plaga de las ratas va
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