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por las rejas no te preocupes, se va a armar tal revuelo que alguna puerta
va a quedar sin llave.
—¿Y si no queda? No cuentes conmigo —dijo el viejo sin oreja y
se alejó hacia el ventanal del fondo.
El gordo ya no sonreía, se había dormido y la respiración le hacía
flamear los labios. Un nuevo trueno, más fuerte que los anteriores, no lo
despertó.
—Nunca imaginé que iba a ver llorar al profesor. —El del bastón no
paraba con los golpecitos en el borde de la cama—. Él fue profesor mío,
no sé si les dije. Era un maestro. Cuando daba clases venían a escucharlo
hasta sus propios colegas. Una vez nos llevó al quirófano porque quería
que viéramos la operación que tenía programada para ese día: un hombre
con la nariz destruida en una pelea. Les juro que no tenía nariz, se la ha-
bían borrado de la cara. El profesor estuvo brillante, se la reconstruyó y
se la dejó que parecía nueva. Un genio. Ahora lo vi llorar y no lo puedo
creer.
—Es bueno que llore —dijo el de la silla de ruedas—. Todos tene-
mos que arrepentirnos, nos va.
—Callate, loco de mierda —dijo el alto del muñón—. Ese no llora-
ba por arrepentimiento, lloraba de miedo.
—Eso está muy bien, es un buen hombre temeroso del Señor. Al
que no se arrepienta le va a caer encima la plaga de las ratas. Y al que
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