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desprecie el pan, también —y apuntó con la cruz hacia el ventanal, como

               si junto con la música y las risas fuera a entrar un escuadrón de ratas vo-

               ladoras.

                     —No hay caso. —El viejo sin oreja había vuelto a juntarse con los

               demás—. Te tienen que reventar el oído izquierdo para que te des cuenta

               de que todos te hablan desde ese lado. Nadie tiene en cuenta la derecha.

                     La luz opaca ya no entraba por el ventanal; la música y las risas

               lejanas, sí. Los internados hablaban en penumbras y de tanto en tanto los

               iluminaba el resplandor de un relámpago.

                     —A mi pijama le faltan tres botones —dijo el del bastón—. Cuando

               usaba guardapolvo blanco lo tenía impecable. Cualquier día de estos se

               van a llevar a otro de los que duermen y cuando terminen con todos.

                     —Algo cambió ahí afuera —lo interrumpió el viejo sin oreja—.

               Algo tiene que haber cambiado para que nos sacaran los guardapolvos y

               nos disfrazaran con estos pijamas ridículos.

                     —Afuera no cambió nada. —El de la silla de ruedas volvió a enar-

               bolar la cruz—. El Señor nunca cambia, siempre.

                     —Dejá de romper las pelotas. —El alto tenía el muñón rojo y con

               marcas de arañazos.

                     —No te rasques más, se te va a infectar —dijo el del bastón. Ahora

               los golpecitos eran más rápidos y el bastón volvió a crujir.

                     —Por supuesto que se va a infectar, con la mugre que hay acá es im-



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