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entre el viejo y el del muñón lo ayudaron a levantarse.
La puerta se abrió una vez más. El que entró era muy joven y el
guardapolvo blanco le quedaba grande. Fue hasta la cama del fondo a la
derecha del ventanal, sacó las sábanas, el colchón, levantó la cama y la
apoyó contra la pared. Se fue arrastrando el colchón y con las sábanas
bajo el brazo.
El del bastón ya no tenía con qué dar golpecitos y estaba apoyado
en la cabecera de una cama. Miró al alto y le dijo:
—Prometiste que no le iba a pasar nada. Lo prometiste.
—No te prometí un carajo. Creí que iba a aguantar como aguanta-
mos nosotros; me equivoqué. Y si no siguen mi plan les va a pasar como
al profesor.
—Ese debe de haber muerto por el miedo —dijo el viejo sin ore-
ja—, seguro que reventó antes de que le tocaran la nariz. Otra rata más.
—No, una rata menos —dijo el alto—. Cómo me duele este muñón
de mierda.
—Jodete por rascarte tanto. Y me debés el pan de dos semanas.
—¡Es el castigo por despreciar el cuerpo del Señor! —el de la silla
de ruedas gritó como si estuviese arengando desde un púlpito—. ¡Sodoma
y Gomorra, prepárense! —Y trazó en el aire la señal de la cruz con la cruz
de madera.
El gordo abrió los ojos. Otra vez se le dibujó en la boca la mueca
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