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Historia social  de  ia  literatura y  el  arte








                      trata  de  tres cosas distintas:  una voluntad,  un  deber y  una  necesi­


                     dad.  La  inclinación  individual  en  el  drama  moderno  está  frente  a


                     dos distintos órdenes objetivos de la realidad; uno ético-normativo


                     y  otro físico-fáctico.  El  idealismo filosófico describe las leyes  de  la



                     experiencia como meramente accidentales, en contraste con la vali­


                     dez  universal  de  las  normas  éticas,  y,  de  acuerdo con  este  idealis­


                      mo,  la  moderna  teoría  neoclásica considera  corruptor  el  predomi­



                      nio en el drama de las condiciones materiales de la existencia.  Pero


                     afirmar que la dependencia del héroe de su ámbito material frustra


                      toda manifestación voluntaria, todo conflicto dramático, todo efec­


                      to  trágico,  y  hace  por  sí  misma  problemática  la  posibilidad  del



                     drama,  no  es  otra  cosa  que  un  prejuicio  romántico  idealista.  El


                      mundo  moderno,  naturalmente,  ofrece  a  la  tragedia,  como  conse­


                     cuencia de su moral conciliadora y del sentido no trágico de la vida



                     en  la  burguesía,  menos  material  que  el  que  le  ofrecían  las  edades


                     anteriores.  El  público  burgués  prefiere  las  obras  con  un  happy


                     ending  a  las  grandes  tragedias  torturantes,  y,  como  Hebbel  señala


                     en  el  prólogo  a  su  María  Magdalena,  no  encuentra  ninguna  dife­



                     rencia  esencial  entre  trágico  y  triste.  Este  público  no  comprende


                     simplemente que la tristeza no es en sí trágica, y que lo  trágico no


                     es  necesariamente  triste.



                                El  siglo  XVIII  era  aficionado  al  teatro  y  fue  para  la  historia


                     del  drama  un período  inusitadamente fértil, pero  no fue  un perío­


                     do  trágico,  no  fue  una  época  que  considerase  el  problema  de  la


                     existencia humana en forma de alternativas  sin componenda posi­



                     ble. Las grandes épocas de la tragedia son aquéllas en las que se reali­


                     zan  los desplazamientos  sociales  revolucionarios y  una clase domi­


                     nante  pierde súbitamente  su  poder  y  su  influencia.  Los  conflictos



                     trágicos giran usualmente en torno a los valores que constituyen la


                     base moral del poder de esta clase, y  la ruina del héroe simboliza y


                     transfigura  la  ruina  que  amenaza  a  la  clase  como  conjunto.  Tanto


                     la  tragedia  griega  como  el  drama  inglés,  español  y  francés  de  los



                     siglos  XVI  y  XVII  aparecen  en  tales períodos  de  crisis y  simboli­


                     zan el destino trágico de sus aristocracias. El drama heroíza e idea­


                     liza su  ruina de acuerdo con  el  concepto del  público, que en gran



                     parte  se  compone  ya  de  miembros  de  la  misma  clase  que  decae.






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