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Rococó, clasicismo y romanticismo
de la tragedia, que culmina en la apoteosis del héroe, está infinita
mente lejos de los melodramas de Lillo y Diderot, pero hubiera sido
inconcebible sin la revisión a que los primeros dramaturgos bur
gueses sometieron la cuestión de la culpa.
Hebbel era totalmente consciente del peligro que amenazaba
a la forma del drama en la ideología burguesa, pero, en contraste
con los neoclásicos, no desconoció en modo alguno las nuevas posi
bilidades dramáticas que contenía la vida burguesa. Las desventa
jas formales de la transformación psicológica del drama eran
obvias. La acción trágica era en los griegos, en Shakespeare y hasta
cierto punto en los clásicos franceses, un fenómeno fatídico, inex
plicable e irracional; su efecto estremecedor se debía sobre todo a
su incomprensibilidad. La nueva motivación psicológica le daba
ahora una medida humana, y, como querían los representantes del
drama burgués, era más fácil para el público simpatizar con los
personajes escénicos. Los adversarios del drama burgués olvidaban,
sin embargo, cuando lamentaban la pérdida del terror, de la
inmensurabilidad y de la inevitabilidad trágica, que el efecto irra
cional de la tragedia no se había perdido como consecuencia de la
motivación psicológica, sino que la necesidad de semejante moti
vación se había sentido precisamente cuando el contenido irracio
nal de la tragedia había perdido ya su efecto. El peligro más gran
de que amenazaba al drama como forma teatral en la motivación
psicológica y espiritual era la pérdida de su carácter sensoriaimen-
te evidente, abrumadoramente directo y brutalmente realista, sin
el que no era posible efecto escénico alguno en el viejo sentido de
la palabra. La conformación dramática se hizo cada vez más íntima,
más intelectualizada, más ajena al efecto sobre la masa y más
correspondiente al goce privado y personal. Sin embargo, no sólo
la acción y el proceso escénico, sino también los caracteres, pierden
su perfil; se hacen más ricos, pero menos claros; más fieles a la vida,
pero menos fácilmente comprensibles; menos inmediatos al espec
tador y más difícilmente reductibles a un esquema recordable.
Pero precisamente en esta dificultad consistía el atractivo especial
del nuevo drama, que se alejaba cada vez más del teatro popular y
de los grandes grupos sociales.
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