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sin más ayuda que la de mis propios pies.
Esa noche no fue tan mala como la primera, después de haber oído aquella voz
perfecta en Port Angeles. El agujero en el pecho regresó como solía ocurrir cuando
estaba lejos de Jacob, pero sin ese dolor punzante en los bordes. Ya estaba planeando
cosas, a la búsqueda de nuevos engaños, de modo que eso me distraía. También
influía el hecho de saber que al día siguiente, cuando volviera a estar con Jacob, me
sentiría mejor. Esto hacía que el agujero vacío y el dolor familiar se me hicieran más
fáciles de soportar, ya que el alivio estaba a la vista. La pesadilla, a su vez, había
perdido algo de su poder. Seguía horrorizada por la nada, como siempre, pero
también me sentía extrañamente impaciente mientras esperaba el momento que me
enviaría gritando a la vigilia. Sabía que la pesadilla tenía que terminar.
El miércoles siguiente, antes de que llegara a casa desde urgencias, el doctor
Gerandy llamó a mi padre para advertirle de que probablemente tuviera un poco de
conmoción y que se acordara de despertarme cada dos horas durante la noche para
asegurarse de que no era nada grave. Charlie entrecerró los ojos de forma suspicaz
ante mi endeble explicación sobre otro tropiezo.
—Quizás deberías mantenerte alejada del garaje también, Bella —sugirió esa
noche durante la cena.
Tuve un ataque de pánico, preocupada porque a Charlie le diera por emitir
algún tipo de edicto contra mis visitas a La Push, y por tanto contra mi moto. No iba
a dejarlo, ya que aquel día había tenido la más asombrosa de las alucinaciones. Mi
ensoñación de la voz de terciopelo había estado gritándome casi cinco minutos antes
de que presionara el freno demasiado bruscamente y me estampara contra un árbol.
Sufriría cualquier dolor que me causara esa noche sin queja ninguna.
—Esto no me ha pasado en el garaje —protesté con rapidez—. Íbamos de
excursión y me tropecé con una piedra.
—¿Desde cuándo te gusta ir de excursión? —me preguntó Charlie, escéptico.
—Desde que trabajo en la tienda Newton creo que se me ha pegado algo —le
señalé—. Si te pasas todo el día vendiendo las virtudes de salir al aire libre, te pica un
poco la curiosidad.
Charlie me miró, nada convencido.
—Tendré más cuidado —le prometí al tiempo que a escondidas cruzaba los
dedos debajo de la mesa.
—No me importa que vayas de excursión por aquí, en los alrededores de La
Push, pero no te alejes de la ciudad, ¿vale?
—¿Por qué?
—Bueno, últimamente estamos recibiendo un montón de quejas sobre animales
salvajes. El departamento forestal va a hacer unas comprobaciones, pero de
momento...
—Ah claro, el gran oso —dije, cayendo de pronto en la cuenta—. Sí, alguno de
los mochileros que vienen a Newton lo ha visto. ¿Tú crees que realmente hay algún
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