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AUTOR Libro
Tres son multitud
El tiempo comenzó a transcurrir mucho más deprisa de lo que lo había hecho
hasta ese momento. El instituto, el trabajo y Jacob —no necesariamente en ese orden
— trazaron un camino a seguir nítido y sencillo, y Charlie vio cumplido su deseo:
dejé de estar abatida. Por supuesto, no me engañaba del todo, no podía ignorar las
consecuencias de mi comportamiento cuando me detenía a hacer un balance de mi
vida, lo cual procuraba que no sucediera a menudo.
Yo era como una luna perdida —una luna cuyo planeta había resultado
destruido, igual que en algún guión de una película de cataclismos y catástrofes—
que, sin embargo, había ignorado las leyes de la gravedad para seguir orbitando
alrededor del espacio vacío que había quedado tras el desastre.
Empecé a mejorar montando en moto, y eso significaba unos cuantos vendajes
menos con los que preocupar a Charlie, pero también el debilitamiento de la voz que
me hablaba, hasta que al fin ya no la oí. Me sumí en un silencioso pánico. Me lancé
con frenética desesperación a la búsqueda del prado y me devané los sesos para
encontrar otras actividades que produjeran adrenalina.
No me fijaba en los días transcurridos —no había motivo alguno para que lo
hiciera—, sino que intentaba vivir el presente al máximo, sin olvidar el pasado ni
dificultar la llegada del futuro, por eso me sorprendió la fecha cuando Jacob la sacó a
colación durante uno de nuestros sábados de estudio. Estaba delante de su casa
esperando a que detuviera el coche.
—Feliz día de San Valentín —dijo Jacob con una sonrisa pero, al mismo tiempo,
agachando la cabeza.
Me tendió una pequeña caja rosa que se balanceó sobre la palma de su mano.
Eran los típicos caramelos con forma de corazón.
—Jo, me siento como una gilipollas —farfullé—. ¿Hoy es San Valentín?
Jacob asintió con la cabeza con fingida tristeza.
—Mira que a veces puedes estar en la inopia. Sí, hoy es catorce de febrero.
Entonces, ¿vas a ser mi enamorada el día de hoy? Dado que no tienes una cajita de
caramelos de cincuenta centavos, es lo menos que puedes hacer.
Comencé a sentirme incómoda. Estaba hablando de guasa, pero sólo en
apariencia.
—¿Qué implica eso exactamente? —pregunté para intentar salirme por la
tangente.
—Lo de siempre... Que seas mi esclava de por vida, y ese tipo de cosas.
—Ah, bueno, si es sólo eso...
Me tomé un dulce a la espera de idear la manera de dejar claros los límites. Una
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