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Opción dos: Mi subconsciente me proporcionaba aquello que yo quería oír. Era
la satisfacción de un deseo, es decir, un alivio momentáneo de la pena al aferrarme a
la idea incorrecta de que a él le preocupaba que yo viviera o muriera. Una proyección
de lo que él habría dicho si a) estuviera aquí, b) le afectara de alguna manera que me
pasara algo malo.
Era probable.
No imaginaba una tercera opción, de modo que sólo me cabía la esperanza de
que fuera la segunda opción la correcta, que se tratara de un desvarío del
subconsciente en vez de algo que exigiera mi hospitalización.
Quizás mi reacción no fue demasiado cuerda, pero lo cierto es que me sentí...
agradecida. Lo que más temía perder era precisamente el sonido de su voz y aplaudí
a mi subconsciente el que hubiera sido capaz de recuperar aquel sonido mucho mejor
que mi mente consciente.
No me permitía casi nunca pensar en él, e intentaba mostrarme estricta a ese
respecto. Era humana, y a veces fallaba, desde luego, pero había mejorado tanto que
en aquel momento ya podía eludir la pena varios días, pero la consecuencia era ese
aturdimiento infinito. Entre la pena y la nada, había decidido escoger la nada.
Y ahora, al salir de mi embotamiento, el dolor resurgiría de un momento a otro.
Después de morar tantos meses en la niebla, mis sensaciones eran
sorprendentemente intensas. Sin embargo, el dolor normal no apareció. Lo único que
sí podía sentir era la decepción que me causaba el desvanecimiento de su voz.
Hubo un segundo de vacilación.
Lo más inteligente, sin duda, sería huir de ese camino potencialmente
destructivo, además de que me llevaría hacia una segura inestabilidad mental. Era
una estupidez estimular las alucinaciones.
Pero su voz se desvanecía.
Avancé otro paso para probar.
Bella, da media vuelta, gruñó.
Suspiré aliviada. Era su ira lo que yo quería oír, aunque fuera falsa y un dudoso
regalo de mi subconsciente, que me hacía creer que yo le importaba.
Mientras yo llegaba a todas estas conclusiones, habían pasado apenas unos
cuantos segundos. Mi pequeño público observaba, curioso. Probablemente parecía
como si yo vacilara entre acercarme a ellos o no. ¿Cómo podrían ellos saber que yo
estaba allí disfrutando de un inesperado momento de locura?
—¡Eh! —me saludó uno de aquellos hombres, con un tono confiado y un poco
sarcástico. Era rubio y de tez blanca, y estaba allí de pie con la suficiencia de alguien
que se sabe bastante bien parecido. Realmente no podría decir si lo era o no. Tenía
demasiados prejuicios.
La voz en mi mente respondió con un exquisito rugido. Yo sonreí, y el hombre,
confiado, lo tomó como un estímulo por mi parte.
—¿Te puedo ayudar en algo? Parece que te has perdido —sonrió y me guiñó un
ojo.
Puse un pie con cuidado sobre la alcantarilla, que corría en la oscuridad con
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