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AUTOR                                                                                               Libro
                     Charlie   me   esperaba   plantado   en   el   centro   del   vestíbulo,   con   los   brazos
               cruzados con fuerza sobre el pecho y los puños apretados.
                     —Hola, papá —dije con la mente en otra cosa mientras pasaba por su lado de
               camino hacia las escaleras. Había estado pensando en Edward durante demasiado
               tiempo y quería estar en el piso de arriba cuando aquello se me cayese encima.
                     —¿Dónde has estado? —me preguntó Charlie.
                     Miré a mi padre, sorprendida.
                     —Fui al cine con Jessica, a Port Angeles, tal como te dije esta mañana.
                     —Mmm —gruñó él.
                     —¿No te parece bien?
                     Estudió mi rostro mientras abría los ojos, sorprendido de haber encontrado algo
               inesperado.
                     —Vale, de acuerdo. ¿Te lo pasaste bien?
                     —Sí, claro —contesté—. Estuvimos viendo a unos zombis comerse a la gente.
               Estuvo muy bien.
                     Entrecerró los ojos.
                     —Buenas noches, papá.
                     Me dejó pasar y yo me apresuré hacia mi habitación.
                     Poco después me tumbé en la cama, resignada a que el dolor finalmente hiciera
               acto de presencia.
                     Resultó algo atroz. Tenía la sensación de que me habían practicado una gran
               abertura en el pecho a través de la cual me habían extirpado los principales órganos
               vitales   y   me   habían   dejado   allí,   rajada,   con   los   profundos   cortes   sin   curar   y

               sangrando y palpitando a pesar del tiempo transcurrido. Racionalmente, sabía que
               mis pulmones tenían que estar intactos, ya que jadeaba en busca de aire y la cabeza
               me daba vueltas como si todos esos esfuerzos no sirvieran para nada. Mi corazón
               también debía seguir latiendo, aunque no podía oír el sonido de mi pulso en los
               oídos  e  imaginaba   mis   manos   azules  del   frío   que  sentía.  Me   acurrucaba  y   me
               abrazaba las costillas para sujetármelas. Luché por recuperar el aturdimiento, la
               negación, pero me eludía.
                     Y sin embargo, me di cuenta de que iba a sobrevivir. Estaba alerta, sentía el
               sufrimiento, aquel vacío doloroso que irradiaba de mi pecho y enviaba incontrolables
               flujos de angustia hacia la cabeza y las extremidades. Pero podía soportarlo. Podría
               vivir con él. No me parecía que el dolor se hubiera debilitado con el transcurso del
               tiempo, sino que, por el contrario, más bien era yo quien me había fortalecido lo
               suficiente para soportarlo.
                     Fuera   lo   que   fuera   lo   que   hubiese   ocurrido   esa   noche,   tanto   si   la
               responsabilidad era de los zombis, de la adrenalina o de las alucinaciones, lo cierto es
               que me había despertado.
                     Por primera vez en mucho tiempo, no sabía lo que me depararía la mañana
               siguiente.








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