Page 172 - Crepusculo 1
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—No, no es una necesidad —se encogió de hombros—. Sólo un hábito.
                     — ¿Cuánto puedes aguantar sin respirar?
                     —Supongo que indefinidamente, no lo sé. La privación del sentido del olfato resulta un
               poco incómoda.
                     —Un poco incómoda —repetí.
                     No prestaba atención a mis expresiones, pero hubo algo en ellas que le ensombreció el
               ánimo. La mano le colgó a un costado y se quedó inmóvil, mirándome con gran intensidad. El
               silencio se prolongó y sus facciones siguieron tan inmóviles como una piedra.
                     — ¿Qué ocurre? —susurré mientras le acariciaba el rostro helado.
                     Sus facciones se suavizaron ante mi roce y suspiró.
                     —Sigo a la espera de que pase.
                     — ¿A que pase el qué?
                     —Sé  que en algún momento,  habrá algo que te diga o que te haga ver que va a ser
               demasiado. Y entonces te alejarás de mí entre alaridos —esbozó una media sonrisa, pero sus
               ojos eran serios—. No voy a detenerte. Quiero que suceda, porque quiero que estés a salvo. Y
               aun así, quiero estar a tu lado. Ambos deseos son imposibles de conciliar...
                     Dejó la frase en el aire mientras contemplaba mi rostro, a la espera.
                     —No voy a irme a ningún lado —le prometí.
                     —Ya lo veremos —contestó, sonriendo de nuevo.
                     Le fruncí el ceño.
                     —Bueno, continuemos... Carlisle se marchó a Francia a nado.
                     Hizo una pausa mientras intentaba recuperar el hilo de la historia. Con gesto pensativo,
               fijó la mirada en otra pintura, la de mayor colorido y de marco más lujoso, y también la más
               grande. Personajes llenos  de vida, envueltos  en  túnicas onduladas  y enroscadas en torno  a
               grandes  columnas  en el  exterior de balconadas  marmóreas, llenaban el  lienzo. No sabía si
               representaban figuras de la mitología helena o si los personajes que flotaban en las nubes de la
               parte superior tenían algún significado bíblico.
                     —Carlisle  nadó  hacia  Francia  y  continuó  por  Europa  y  sus  universidades.  De  noche
               estudió música, ciencias, medicina y encontró su vocación y su penitencia en salvar vidas —
               su  expresión  se  tornó  sobrecogida,  casi  reverente—.  No  sé  describir  su  lucha  de  forma
               adecuada.  Carlisle  necesitó  dos  siglos  de  atormentadores  esfuerzos  para  perfeccionar  su
               autocontrol. Ahora es prácticamente inmune al olor de la sangre humana y es capaz de hacer
               el trabajo que adora sin sufrimiento. Obtiene una gran paz de espíritu allí, en el hospital...
                     Edward se quedó con la mirada ausente durante bastante tiempo. De repente, pareció
               recordar su intención. Dio unos golpecitos en la enorme pintura que teníamos delante con el
               dedo.
                     —Estudió en Italia cuando descubrió que allí había otros. Eran mucho más civilizados y
               cultos que los espectros de las alcantarillas londinenses.
                     Rozó a un cuarteto relativamente sereno de figuras pintadas en lo alto de un balcón que
               miraban con calma el caos reinante a sus pies. Estudié al grupo con cuidado y, con una risa de
               sorpresa, reconocí al hombre de cabellos dorados.
                     —Los  amigos  de  Carlisle  fueron  una  gran  fuente  de  inspiración  para  Francesco
               Solimena. A menudo los representaba como dioses —rió entre dientes—. Aro, Marco, Cayo
               —dijo  conforme  iba  señalando  a  los  otros  tres,  dos  de  cabellos  negros  y  uno  de  cabellos
               canos——, los patrones nocturnos de las artes.
                     — ¿Qué fue de ellos? —pregunté en voz alta, con la yema de los dedos inmóvil en el
               aire a un centímetro de las figuras de la tela.
                     —Siguen  ahí,  como  llevan  haciendo  desde  hace  quién  sabe  cuántos  milenios  —se
               encogió de hombros—. Carlisle sólo estuvo entre ellos por un breve lapso de tiempo, apenas
               unas décadas. Admiraba profundamente su amabilidad y su refinamiento, pero persistieron en




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