Page 22 - El Alquimista
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a veces tiene que estar orgulloso de sí mismo.»

                   «Qué extraña es África», pensó el muchacho.

                   Estaba  sentado  en  una  especie  de  bar  igual  que  otros  bares  que  había
               encontrado  en  las  callejuelas  estrechas  de  la  ciudad.  Algunas  personas
               fumaban una pipa gigante que se pasaban de boca en boca. En pocas horas
               había visto a hombres cogidos de la mano, mujeres con el rostro cubierto y

               sacerdotes que subían a altas torres y comenzaban a cantar, mientras todos a su
               alrededor se arrodillaban y golpeaban la cabeza contra el suelo.

                   «Cosas de infieles», se dijo. Cuando era niño, veía siempre en la iglesia de
               su  aldea  una  imagen  de  Santiago  Matamoros  en  su  caballo  blanco,  con  la
               espada desenvainada y figuras como aquéllas bajo sus pies. El muchacho se
               sentía mal y terriblemente solo. Los infieles tenían una mirada siniestra.

                   Además de eso, con las prisas de viajar, se había olvidado de un detalle, un
               único detalle que podía alejarlo de su tesoro por mucho tiempo: en aquel país

               todos hablaban árabe.

                   El  dueño  del  bar  se  aproximó  y  el  muchacho  le  señaló  una  bebida  que
               había servido en otra mesa. Era un té amargo. Hubiera preferido beber vino.

                   Pero no debía preocuparse por eso ahora. Tenía que pensar exclusivamente
               en su tesoro y en la manera de conseguirlo. La venta de las ovejas lo había
               dejado con bastante dinero en el bolsillo, y el muchacho sabía que el dinero

               era mágico: con él nadie está solo jamás. Dentro de poco, quizá unos pocos
               días, estaría junto a las Pirámides. Un viejo con todo aquel oro en el pecho no
               tenía necesidad de mentir para obtener seis ovejas.

                   El  viejo  le  había  hablado  de  señales.  Mientras  atravesaba  el  mar,  había
               estado pensando en las señales. Sí, sabía a qué se refería: durante el tiempo en
               que estuvo en los campos de Andalucía se había acostumbrado a leer en la

               tierra  y  en  los  cielos  las  condiciones  del  camino  que  debía  seguir.  Había
               aprendido  que  cierto  pájaro  indicaba  la  cercanía  de  alguna  serpiente,  y  que
               determinado arbusto era señal de la presencia de agua a pocos kilómetros. Las
               ovejas le habían enseñado todo eso.

                   «Si  Dios  conduce  tan  bien  a  las  ovejas,  también  conducirá  al  hombre»,
               reflexionó, y se quedó más tranquilo. El té parecía menos amargo.

                   —¿Quién eres? —oyó que le preguntaba una voz en español.


                   El muchacho se sintió inmensamente aliviado. Estaba pensando en señales
               y alguien había aparecido. —¿Cómo es que hablas español? —se interesó.

                   El  recién  llegado  era  un  hombre  joven  vestido  a  la  manera  de  los
               occidentales,  pero  el  color  de  su  piel  indicaba  que  debía  de  ser  de  aquella
               ciudad. Tendría más o menos su misma altura y edad.
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